En el Congreso de los Diputados nadie te hace ni puñetero caso cuando hablas. Ni siquiera tu grupo parlamentario. Algunos de tus mejores compañeros siguen tu discurso, y puede que tengas organizada tu pequeña clac, pero lo normal es que cada uno ande a lo suyo: preparando su intervención, la comisión de la tarde, trasegando en redes sociales, medios de comunicación o de paseo en Babia.
Cada cual se distrae como puede. Hay sesiones larguísimas y la mayoría de las veces las intervenciones son un coñazo ejecutado sin la menor pasión. Allí se habla de muchos temas y algunos pueden sonarte a chino. Hay drogas de por medio, pero no recreativas. He visto a bastantes personas hablar bajo el efecto de tranquilizantes para superar un miedo que paraliza. La tribuna impone mucho. Intervenir al principio del pleno es desolador. No hay ni Dios. Y me recordaba la terrible sensación de actuar ante un teatro vacío. Pero hacerlo justo antes de la votación, cuando no hay localidades y todos los dipus hacen corrillos y se cuentan sus cosas en voz alta sin hacerte ni caso es casi peor. En alguna ocasión intenté levantar la voz para que me atendieran sin éxito. Sólo conseguí que en la retransmisión del Congreso, que no recoge el ruido ambiente, pareciera un histérico. Hay quien hace una enmienda que añade un punto o una coma para adelantar unos minutos su intervención y aliviar esa tortura. No es raro que muchos busquen ocupaciones un tanto raras para pasar los plenos. Ninguna como la de Ylva Johanson, que teje punto en el Parlamento Europeo porque así rebaja su estrés y «libera dopamina y serotonina». Pero Ylva es mujer y socialista, doble bula, así que consigue que los medios de comunicación cubran la noticia con simpatía. Recuerden la que le montaron a Celia Villalobos por liberar dopaminas jugando al Candy.
Ahora llega otro show que dificultará más la atención. Un diputado se declaraba orgulloso de hablar en aragonés: «Son días de mucha alegría por poder expresarnos en nuestra lengua propia, la lengua que hablamos en nuestras casas, que es nuestra forma única de ver el mundo, nuestra cosmovisión, la de nuestros ancestros, una lengua que ha sufrido una grave represión que no acabó en el franquismo”. El tío acaba diciendo que sus hablantes han sido represaliados, golpeados y humillados. Y cierra su intervención aclarando que quiere esa lengua para unir y no separar. Como si los demás fuéramos gilipollas y no supiéramos de qué va esto, esa cooficialidad amable, que decía el presidente de Asturias. Cualquiera que viva en un lugar con lengua cooficial sabe cómo acaba el cuento. Esto no va de defender distintas lenguas sino de acabar con la que nos une.
A partir de ahora se usará el aragonés en el Congreso. Y pronto el bable, el andaluz, el extremeño, el aranés… Por supuesto, hay clases. Como en el Estado Autonómico. Catalanes, vascos y gallegos contarán con traducción simultánea. El resto deberá auto traducirse: si quieren que les entiendan, hablarán la mitad.
Hemos comprobado que ante este despropósito no vale la lógica. Algunos todavía se desgañitan con lo de que las lenguas sirven para unir y entenderse, que es absurdo usar intérpretes cuando el español nos une a todos, que no es progreso, es retroceso, que si patatín o patatán… No sirve de nada. Hay que llegar más lejos que ellos. Subir la apuesta. Qué pena no estar allí. Ojalá intervenir en esa lengua proscrita, que todos usamos algún día, y conformó la cosmovisión de nuestra niñez, ese habla que ahora provoca miradas de chanza y desprecio, esa lengua perseguida: Siñir Prisidinti, siñiris dipitidis…