'Ser es defenderse'
Ramiro de Maeztu
¡Son los partidos, estúpido!
Por Ramon Pi
7 de diciembre de 2013

No hay que hacer caso a los políticos que piden reformas en la Constitución. Ningún caso. No quieren mejorar nada. Sólo quieren que las reformas que piden legitimen sus trapacerías. La Constitución no ha sido cumplida en sus términos nunca. Desde el principio se fue incumpliendo a medida que las necesidades de los políticos lo requerían, y el Tribunal Constitucional nos ha ofrecido desde el principio el lamentable espectáculo de su cobardía y su poca afición a cumplir con su deber. A lo que llevo escrito aplíquense las honrosas excepciones de rigor, como es natural. ¿Hay políticos honrados? Sí. ¿Hay magistrados del TC decentes? Sí. ¿Han perdido, en muchas y decisivas ocasiones, frente a sus colegas rapaces, venales o cobardes? Sí, han perdido, ellos lo saben mejor que nadie. Y todo esto, ¿lo pagamos nosotros entre todos? Sí, sin la menor duda.

 

Ahora bien, eso no quiere decir que no sean indispensables algunas reformas en la raíz, la principal de las cuales, a mi entender, es despojar a los partidos políticos de su condición de cuellos de botella para cualquier cosa de la vida pública y un enorme montón de aspectos de la privada. La partitocracia que padecemos (y que el mismo TC llama “Estado de partidos” con mero ánimo descriptivo) favorece el enquistamiento de una oligarquía de políticos, gobernados por una oligarquía de dirigentes. Para que el sistema democrático funcionase en estas condiciones, haría falta que esa oligarquía de la cúspide estuviera compuesta de héroes. Pero salta a la vista que no es así. Es más: salta a la vista que las actuales oligarquías están encantadas de haberse conocido, y no se ve el menor atisbo de que tengan alguna intención de cambiar. Así que, justamente por eso mismo, una reforma de la Constitución, hecha por estas oligarquías, sería de lo peor que podría ocurrirle a este desventurado país nuestro.

 

¿Cómo salir, pues, de este círculo vicioso? Una revolución interna en los partidos es impensable: cuando las malas prácticas han podrido a la cúspide, para ascender hay que demostrar que se goza de la confianza de la cúspide podrida; por ahí hay muy poco que hacer. Sólo queda, pues, negar el voto a los partitócratas cuando, una vez cada cuatro años, nos convertimos en votantes. Y si resultase que los nuevos dirigentes se comportan del mismo modo, entonces significaría que nos tenemos muy bien merecido lo que nos pase. Porque los españoles no somos un gran pueblo que no tiene los dirigentes que se merece si, a la hora de la verdad, volvemos a votar a los mismos. De tal tiesto, tal flor. Son los inconvenientes de la libertad: que no nos podemos quejar de las consecuencias de nuestros actos libres, como, por ejemplo, votar.

 

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