«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.
Nació en diciembre del 75 a bajo cero en Granada y eso imprime carácter. Ha vivido entre el océano Atlántico y el mar Mediterráneo a un lado y al otro. Sureña en toda la extensión de la palabra y el territorio. Diplomada en Relaciones Laborales, desde pequeña se ha dedicado a escribir y a aprender de los que escriben. Liberal y contestataria, defiende sus causas y sus sueños desde el respeto. Tolerante, pero no moldeable. Normal, pero no vulgar."""
Nació en diciembre del 75 a bajo cero en Granada y eso imprime carácter. Ha vivido entre el océano Atlántico y el mar Mediterráneo a un lado y al otro. Sureña en toda la extensión de la palabra y el territorio. Diplomada en Relaciones Laborales, desde pequeña se ha dedicado a escribir y a aprender de los que escriben. Liberal y contestataria, defiende sus causas y sus sueños desde el respeto. Tolerante, pero no moldeable. Normal, pero no vulgar."""

Storybrooke

22 de enero de 2014

Por si fuera poco, ahora los cuentos no son lo que eran.

Desde mi más tierna infancia de niña lectora, observadora y reivindicativa, me dí cuenta que las princesas de los cuentos eran siempre rubias como el trigo, con el pelo dorado por el sol. Bellas y perfectas, todas las de la realeza de mis libros se cepillaban delicadas y áureas cabelleras, todas menos una: Blancanieves. Me sentía amparada por esta sufrida niña a la que le sentaban igual de mal que a mí las manzanas y que además de conseguir que un montón de animalitos le hicieran las tareas de la casa, se veía recompensada con un beso de amor. Ósculo de sentimiento verdadero con certificado de garantía por despertar de un malvado hechizo. Mi princesa favorita.

Y cuando llevo bastantes años reivindicando a la princesa que sujeta su corta y azabache melena con un lazo rojo, la de la piel como la nieve y labios carmesí, resulta que no se llama Blancaniveves, sino Mary Margaret Blanchard, que no vive en un reino muy muy lejano, ni siquiera en el País de las Hadas, tiene un apartamento en Storybrooke, Maine. Y no es una niña asustada con una madrastra elegante, narcisista y egocéntrica que habla con los espejos, ha resultado ser una profesora de primaria de un colegio estatal. Se me han tambaleado los cimientos de mi infancia.

Asumo que después del beso de amor hay una sonada boda real, organizan en el reino un banquete majestuoso, se besan, bailan, son felices, comen perdices y viven juntos para siempre jamás. Fundido a negro y fin. Eso era antes; ahora viene «Érase una vez» («Once upon a time») y me vuelve a sacar de mi error.

Blancanieves se casó con el Príncipe Encantador pero la madrastra no desapareció, siguió intentando hacerles la vida imposible a los recién casados, usando todos sus poderes, un relativo final feliz… si hubiera sido definitivo, pero es que la historia continúa y me informan de lo que más me cuesta aceptar: Blancanieves es madre. No consigo imaginarme a una de las princesas de mis cuentos con dolores de parto. Incluso esta hija, Emma Swan, salvada in extremis por su padre de las garras de la madrastra, tiene a su vez descendencia: un hijo, al que dio en adopción cuando era muy joven, llamado Henry, lo que hace que Blancanieves sea abuela; la niñita que se libra de que el cazador la descorazone y meta su órgano vital en un elegante cofre, es matriarca de dos generaciones. Imposible. Así no eran mis cuentos. Es descorazonador.

Al final acabas aceptando que Caperucita sea camarera, que Pepito Grillo sea un terapeuta familiar, la madrastra ostente el poder en la alcaldía y Rumpelstiltskin sea un avaro comerciante. Pero lo que de verdad me duele, y no lo consigo dar por bueno, es que la hija de Blancanieves, mi princesa morena, sea rubia.

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