En aquellos días, en aquellos podemitas días en los que Pablo Iglesias Turrión refulgía como el faro de una nueva izquierda insobornable e indómita que amenazaba a la casta, se dio una imagen inaudita. Sobre el mismo suelo que habían pisado los Cánovas y Sagasta, los procuradores en Cortes del franquismo y los heraldos de la democracia que los españoles «se dieron», se celebró un remedo de las asambleas sobre las que se aupó uno de los socios de la taberna Garibaldi. Corría el mes de diciembre de 2016 cuando, como si de una estampa isidril se tratase, Iglesias bajó la mano para que los periodistas, pastueños, se sentaran en corro a escuchar su palabra, siempre grave. Sol había tomado el Salón de los Pasos Perdidos. El cielo se antojaba al alcance de un asalto inmediato.
Casi ocho años más tarde y cuatro legislaturas después, el experimento de Somosaguas se ha diluido entre operaciones inmobiliarias y prebendas para favoritas, y el cielo, convertido en la bandera de la Unión Europea, tiene ahora forma de escaño en Bruselas. Queda, no obstante, el trabajo hecho: el del ahondamiento en la división entre españoles y los servicios prestados a los secesionistas más indigenistas y, por ende, más woke. O lo que es lo mismo, quedan los servicios prestados a eso que se da en llamar el sistema. El autonómico, forma tan extractiva como disolvente de la nación española.
La neutralización de Unidas Podemos era previsible. Al cabo, Iglesias siempre fue un admirador del hoy resucitado Zapatero, histrión mayor del PSOE y pontífice capaz de conectar Ferraz con todos los contubernios hispanoamericanos, latinos, en jerga socialdemócrata. Desalojado de Moncloa tras quebrar nuestra economía, ZP, que asesinó a Bambi a medida que se afilaban sus cejas, es de nuevo un referente para la izquierda emotiva, es decir, para la mayoritaria. Un charlatán con mucho más mando en plaza que los supervivientes del clan de la tortilla, arrumbados como muebles viejos.
Nadie se sienta hoy en el suelo de Congreso, pues los círculos que se trazaron en la Puerta del Sol hace tiempo que se desdibujaron. Los periodistas orgánicos están de nuevo erguidos. Tal y como vimos en los prolegómenos del debate en el que se aprobó la Ley de Amnistía, camuflada bajo una impostada lucha contra el fascismo e, incluso, contra el filonazismo, los plumillas son ahora más dinámicos. Bajo el fondo del timbre que anunciaba el inicio de una jornada tan negra, los reporteros amaestrados, esos que escriben, cuando lo hacen, València y Catalunya, preguntaban a los diputados y ministras ¡por el concierto de Taylor Swift!
Frente a la máquina del fango, alimentada por la ultraderecha, el PSOE se acoge a una nueva musa, la Swift. Así lo ha proclamó Sánchez. Frente a las visiones apocalípticas que auguran un inminente hundimiento, el optimismo socialista: España es la Taylor Swift de las economías europeas. Otro Swift ilustra, sin embargo, la verdadera situación por la que atraviesa España. Su nombre era Jonathan y fue autor, en 1726, de Los viajes de Gulliver. Recordemos: después de naufragar y llegar exhausto a la playa de una isla desconocida, el cirujano Gulliver despierta atado al suelo por los liliputienses. Establezca el lector las oportunas analogías.