Pasa que cuando una casta de intocables se adueña del poder toda injusticia tiene cabida, todo disparate asiento y el sentido común naufraga en el océano del absurdo. En España segar 24 vidas –caso de Inés del Río– cuesta 23 años de cárcel y un recibimiento digno de jefe de Estado a la salida de chirona. Podemos rabiar y poco más. Es lo que dice la letra de la ley. El caso de Inés del Río es simplemente uno más del rosario de excarcelaciones que atormenta a la gente de bien en las últimas semanas. Insisto, no hay nada ilegal en esto. Nuestras leyes son extremadamente garantistas para el delincuente y harto suaves para el homicida. No exageran los que aseguran doloridos que en nuestro país asesinar sale barato y que la Justicia es una puerta giratoria para los peores criminales. Cabría suponer que de ahí para abajo todo lo más serán multas, trabajos para la comunidad y amonestaciones verbales. Pero no, nada de eso. La ley es blanda por arriba sí, pero muy dura por abajo. Si bien es cierto que en España los asesinatos tributan poco y mal en la penitenciaría, las pequeñas faltas y los delitos menores se castigan con fiereza ejemplarizante, más propia de la Francia de Edmundo Dantés que de un sistema judicial moderno. No hablo solo del clásico macarrilla que levanta un radiocasete en un buga pintón de la calle Serrano y se come un año de trena, sino del modesto empresario que adeuda pequeñas cantidades a Hacienda y termina incubando un tumor en Soto del Real, o del revoltoso que estampa un tartazo en la cara de un político y recibe como desproporcionado castigo dos años enteritos de cárcel. No está bien hacer ninguna de estas tres cosas, pero de ahí a meter en la cárcel a esta incruenta variedad de delincuentes media un trecho importante.
Uno de los atributos de la Justicia cuando se digna a llamarse de tal manera es la proporción entre la infracción y la pena impuesta. No es proporcional, por ejemplo, que Inés del Río haya cumplido menos de un año por cada uno de sus asesinatos, pero tampoco lo es que los que hace dos años llenaron de merengue la cara de Yolanda Barcina ingresen en prisión. No me importa quiénes eran ni lo que pedían, algo tan hilarante e inofensivo no puede merecer la cárcel. Claro que, bajándose al código, resulta que de oficio no lo merece. Si mañana va por la calle y le dan un tartazo no podrá pedir la cárcel para el agresor. Sólo si es político dará el chistoso con sus huesos en el talego. Resumiendo, que si a usted le dan un tartazo para la ley será eso mismo, un tartazo, pero si da la casualidad de que usted es un político esa misma ley lo considerará como un atentado. Ahí lo tiene, báilelo.
Quizá haya llegado el momento de hacerse –y hacerles– algunas preguntas: ¿qué tienen ellos que no tengamos nosotros?, ¿por qué el sistema les privilegia, les afora y les blinda de un modo tan descarado?, ¿qué diferencia hay entre una así llamada “autoridad pública” y un contribuyente mondo y lirondo? Yolanda Barcina, la entartada, no haría mal en planteárselas.