Todos los veranos me acuerdo de mi abuela. No lo hago sólo en esta época, claro. Y tampoco porque ella muriera a principios de un julio primaveral y esquizofrénico, de boda y funeral, hace ya más de doce años. No la recuerdo sólo cuando oigo por casualidad la melodía de Je l’aime à mourir, que, ni a mí me gustaba particularmente antes ni creo que ella la conociera. Pero fue la primera canción que sonó en mi coche tras su muerte y descerrajó todas las fases del duelo de golpe. Aprendí a amar en el instante en el que ella se fue. La memoria auditiva es la última que se desliga de las emociones y me ocurre parecido con el Tango de Albéniz (Op.165 -2), su composición favorita. Pidió que se escuchara en su entierro. Teniendo en cuenta que en su boda tocaron la Patética de Beethoven por gusto y excentricidad de mi bisabuelo, a mí un ritmo de habanera me parecía un gran final. Pero hubo oposición filial y lo que acabamos cantando fue «Tú has venido a la orilla » por iniciativa de Edilma en la fila de la Comunión.
La evocación de mis veranos pertenece a mi abuela porque la sobrevive, una docena de años, el jazminero del que, cada día, a su regreso de misa en la guagua de pueblito marinero, arrancaba unas flores para perfumar la casa.
Agosto es un mes fúnebre, bipolar, cuajado de muertos y teñido de sol vivificante. Mi madre siempre dice que hay que meter una falda negra en la maleta de vacaciones. Sin embargo, el óbito estival no tiene la gravedad de aquel que acontece con la solemnidad de la lluvia, pieles cetrinas y semblantes que otoñean. Con los difuntos del verano ponemos la conversación en la humedad tan nuestra de este mar bendito y en los planes que el Dies Irae postergó. En qué playa nos pilló la noticia, qué cerveza bebíamos cuando nos enteramos. Qué pena más inoportuna. Sólo los ancianos piensan a quién estará dando la vez el finado. Sólo algunas señoras lamentan no haber metido una falda negra en la maleta. Morirse en verano es morirse en voz baja. Tránsitos con sordina y abanico. Diñarla fuera del tiesto, campanas que tocan a asueto, lutos en tirantes, lágrimas que son sudor.
Hace unas semanas se fue Concha. Provecta, flaca, con las uñas pintadas de rosa y con las órbitas tan púrpura como sus pupilas. Con la cabeza entre mí y usted, entre aquí y allá. Muy viejita, no sabemos cuánto. Ella tampoco conocía su edad porque nació cuando era más importante buscar alimento que anotar una fecha. No contaba sus años de niña pobre pero aprendió pronto a distinguir las malas hierbas de las camarrojas; las matas del campo que hacían buena sopa de las que hacían daño en los intestinos. Entró a trabajar en casa de mis abuelos el día que nació mi padre y crío a tres generaciones.
Aquellos que han llevado nuestra infancia en volandas y que han balizado el lugar al que volver con bizcochos y consuelos pueden irse tranquilos. Con los galones de la misión más alta, la de nutrir almas y apegos, ganados. No les diremos que aún no sabemos vivir para que puedan descansar en paz.
Se fue Concha, que era como una tercera abuela de inviernos, arroz con costra y calles ochenteras camino al colegio, y ha desaparecido la vanguardia. La línea de defensa contra el mundo hostil es cada vez más magra. Ahora son mis padres los que encuentran a niños despeinados en pañales trepando a su cama en las siestas de ventilador y chicharras; quienes entonan canciones de cuna decimonónicas y miran con los nietos, en una escena encantada y silenciosa, cómo salen a faenar los barcos en las noches de calma chicha. Ahora son mis padres quienes están creando el tejido de sostén con el que cinco criaturas construirán su lugar seguro en la memoria, el cable a tierra que les recordará que pertenecen a un lugar de salitre y bondad.
No te he contado aún, abuela, aunque ya lo habrás visto, que te hemos plantado un jazminero. Crece níveo y desafiando las ordenanzas municipales en el pequeño parterre consistorial que hay frente al nicho donde reposan tus huesos pequeños de mujer enorme.