Una de las cosas más irritantes de estos días fue comprobar que las protestas de Valencia se convertían en «ultraderecha» o esa otra forma más suave y condescendiente de decirlo, «una comprensible expresión de antipolítica y bla, bla, bla».
Quizás Paiporta y Estados Unidos sí tenían algo en común y no era «el negacionismo del cambio climático» sino, en todo caso, la forma que el establishment (lo que hay hasta que haya otra cosa) tiene de referirse a quienes se quejan. En Estados Unidos, la clase media se empobrece, el trabajador se empobrece, y a sus quejas las llaman Supremacismo Blanco, racismo o fascismo. Baste un ejemplo: las empresas se fueron a China hace mucho tiempo y luego a muchos otros sitios más en busca de salarios bajísimos y algunos empleos ya nunca regresaron. Esto es «bueno para la economía», pero hasta que sea bueno para la economía es sobre todo bueno para algunos. Es comprensible que el material humano no tecnológicamente reciclable conocido como «votante» manifieste alguna contrariedad al respecto.
En España, la clase media que deja de serlo o los trabajadores que aspiraban a serlo (la felicidad del estrato «media-baja», ese orgullo lleno de humildad y esperanza de saberse así: clase media-baja… ¡de poner nuestro único guion!) ahora no solo no van a poder sino que saben con seguridad que sus hijos (improbables hijos) tampoco podrán y unos y otros, clase media decaída o trabajadores sin prosperidad a la vista, serán considerados «franquismo» o «ultraderecha» a medida que tomen conciencia.
Y ambas son genialidades, porque desde el poder o el capital (siento hablar en estos términos tan de chaqueta de pana) se bloquea así toda queja de un modo terminante.
–Este señor, en apariencia normal, dice que gana lo mismo desde hace quince años mientras los CEO se llevan millones en bonus
–Probablemente se trate de un fascista
PROGRESISTAS Y REACCIONARIOS
Cuando quieres algo que nunca fue tuyo, que nunca tuviste, que tienen los demás y tú no, probablemente seas comunista. El que nunca tuvo ha de mirar al futuro, así que en cierto modo es progresista.
Pero cuando quieres lo que fue tuyo, o lo que ya debería ser tuyo, entonces eso es fascismo.
La primera queja, la de los que nunca tuvieron, es más fácilmente manejable. Muchos en realidad sí «tienen» pero están bien en ese papel porque es moralmente muy gratificante. Están ahí por el estatus. En otros casos, en los casos reales, se les puede calmar con no demasiado (las rentas de la clientela política) y con triunfos simbólicos que envilecen a los de arriba o (pago en especie) posibilidades infinitas de avances sobre sí mismos: abortar lo que conciban, modificar su sexo, inventar nuevas formas de relación social…
(Esta política de la auto-revolución coincide con la economía de datos, de modo que las personas, como ratoncillos, nos pasamos el día produciendo datos/riqueza para otros sobre nosotros mismos y luego, cuando nos queremos resarcir o vengar, según temperamentos, hacemos la revolución sobre nuestros cuerpos o nuestras vidas).
Para quienes tuvieron algo alguna vez o, ni siquiera eso, para quienes se identificaron o soñaron con tenerlo, para quienes aceptaron la historia de superación y se presentaron a esa «carrera competitiva» por prosperar, contentarse ahora es muy difícil. El estatus no compensa. A esa gente no se la puede calmar con baratijas, con espejitos como a los indios.
Ellos miran atrás y serán considerados reaccionarios. Pueden aceptar el progreso, pero tienen algo pendiente en el pasado y sabemos que hay una prohibición bíblica de mirar hacia atrás.
La suya es la protesta más difícil porque puede adquirir tonalidades de ira. No es la ira del hambriento, por supuesto, pero tampoco es ya la burocrática «protesta» profesional e institucionalizada del (ejem) movimiento obrero español.
PAIPORTA Y LA EXCLASE MEDIA
La protesta de quienes tenían y ya no tienen a la enésima potencia, eso fue también Paiporta. Era una protesta por la gestión, pero también por los efectos de esa gestión. Aquí la rabia está explicada por el trauma, el drama humano, la indignación que producen la propaganda, la negligencia y, probablemente, el delito. El proceso de tener y dejar de tener se concentró en unos minutos: se multiplicó por mil y se agitó.
En el caso de la exclase media española (que miraba las imágenes sintiendo algo muy raro: simpatía por la ira de los que protestaban y, a la vez, una identificación programada con el rey), la pérdida no ha sido súbita. No se lo ha arrebatado un tsunami mal gestionado, un cóctel de dana y cogobernanza sanchista. Ha sido un proceso lento. Algunos no quieren despertar, ya no van a despertar, y se agarran como pueden a las promesas de moderación. Ese no-meterse-en-política les suena a lejana prosperidad. Otros, seguramente más jóvenes, tienen demasiado claro que su salario real está condenado al raquitismo. Su salario será el mismo, su país no.
INTENTO DE DEFINICIÓN
De modo que, cuando usted escuche la palabra franquista o fascista, casi seguro estará pasando algo así: alguien que 1) tenía algo o 2) pensaba tenerlo (una herencia que se esfuma) o 3) pensaba que por su esfuerzo le correspondía tenerlo se da cuenta de que ya no será así y alguien, casi seguro a sueldo de los de arriba (si es de la división cultural, quizás sea sexy; si es de la facción científica, será gordo o triste o las dos cosas), le señala y usa esas palabras para que la queja no trascienda, se confunda y, en lo sucesivo, todo suene a locura, a extravío o (¡mucho peor!) a nostalgia.
No entendíamos ya lo que para ellos significaba franquista/fascista/ultraderecha, pero podríamos empezar a entenderlo: fascista es el que tenía, iba a tener o merecía tener y ya sabe que no lo tendrá, y se queja.