John Fitzgerald Kennedy nunca hubiera sido JFK, nunca hubiera sido el centro de la, por lo demás, descerebrada leyenda del Camelot demócrata si un don nadie, un ex marine comunista y resentido no hubiera alojado en el cráneo del presidente una bala de rifle. No exactamente porque hubiera muerto sino porque, siendo el líder del mundo libre, quizá el hombre más poderoso de la tierra, la explicación de su muerte no podía ser tan tonta. Todavía hoy una mayoría de americanos descree la versión oficial de los hechos.
Lo menos que puede decirse de las teorías de las conspiraciones es que suelen ser muy entretenidas. Y mientras dos o más personas puedan reunirse de modo discreto para ponerse de acuerdo existirán conspiraciones. Otra cosa es su alcance, eficacia y universalidad.
Lo que me interesa aquí es su enorme éxito en el imaginario popular. Necesitamos que las cosas tengan sentido, una narrativa comprensible, que rime. Decía Shakespeare que la muerte de los grandes hace estremecer los cielos. En realidad, no. A los cielos, por lo que sabemos, tanto se le da que muera el emperador que su asistente, y el carisma de que rodeamos a los famosos y los príncipes nos les protege siquiera de resbalar en el baño y desnucarse. Lo entendemos, pero no lo aceptamos. Esperamos que, si no nuestra vida, la vida de los famosos se ajuste a los cánones de la novela. Imagínese que lee que el Papa u Obama se han caído por las escaleras y se han matado: ¿podría sustraerse de la insinuación de que “eso es lo que quieren que creamos”.
Las novelas no acaban así, no se interrumpen a lo tonto. Recuerdo haber leído una de Jardiel en la que pasa justamente eso: los enamorados, recorriendo toda Europa perseguidos por una banda que quiere asesinarle a él, acaban deshaciendo todas las tramas y trabas para reunirse finalmente, momento en que el protagonista tropieza con la alfombra y se mata. El efecto es extraordinario. La muerte de Kennedy no pudo ser la obra de un pirado solitario, Diana de Gales no pudo morir en un vulgar accidente de coche, el fallecimiento de Juan Pablo I tuvo por fuerza que responder a una oscura conspiración.
Lo dicho se aplica igualmente a la muerte extemporánea o especialmente cruel. Hablan entonces los medios de “muerte sin sentido”, como si no tuviera lógica, digamos, que 40 gramos de plomo viajando a 900 metros por segundo contra un cráneo interrumpan las constantes cerebrales de la víctima. Pero no es eso realmente lo que queremos decir. Esperamos irracionalmente del destino que respete la narrativa, que se ajuste a sus propias medias. Esperamos de la muerte que, si tiene que ser terrible, sea también compleja y grandiosa.
Pero la vida no tiene por qué rimar y un solitario con un rifle puede matar a un presidente y un pilar de cemento acabar con la vida de una princesa. La muerte puede, como esta columna, no tener sentido.