Si hay un término que necesita una actualización, por los cambios sociológicos que se han producido en nuestro país, es el de «cateto». Hubo un tiempo en que el adjetivo, faltón, sirvió para caracterizar al ignorante involuntario. Era, por esa razón, un ariete de la arrogancia del urbanita, tan desconocedor, como el palurdo, de muchas cosas, si bien diferentes de las que desconocía éste. Pero ahora que hay una red de redes y la aldea se ha globalizado, la cosa cambia, porque en el mundo civilizado todos tenemos aproximadamente acceso a los mismos conocimientos, a la información, a la cultura, etcétera.
Necesitamos, pues, una nueva teoría del cateto. Voy a tratar de esbozarla. Tres características tiene el neocateto: la ignorancia, el orgullo y la perseverancia. Puede saber, no quiere saber y desprecia el saber. A diferencia de su predecesor, la ignorancia del neocateto es culposa. Hoy, en nuestro país, casi todo el que quiere conocer, puede, porque tenemos educación universal y universidad barata, hay interné y una preciosa red de bibliotecas públicas, entre otras muchas fuentes de conocimiento disponibles. Para entender a nuestros remozados catetos hemos de reconocer a qué nos enfrentamos y dejar de ser condescendientes con quienes a todo ello tienen acceso.
Quedé pasmado el otro día cuando en un intento fallido de debate educativo escuché al otro debatiente, profesor y pedagogo, asegurar que vivimos en la era del conocimiento. Si me pasmó fue porque creía bien superada esa fase, propia de los comienzos de interné y hasta diría que una creencia —un eslogan— «muy siglo XX». Como parece que no, que aún hay gente que persiste, repitámoslo alzando la voz si es preciso: no, la nuestra es como mucho la era de la información, y también la de la desinformación; la era de la velocidad y la acumulación, en definitiva. El conocimiento es algo muy serio y en eso, en general, no estamos. La nuestra es la era del ruido y el entretenimiento, y sí: la de las oportunidades de saber que se desprecian.
La ignorancia del siglo pasado era limitada y comprensible, especialmente en la primera mitad y hasta que la educación no se universalizó lo suficiente; la de ahora es ridículamente orgullosa y oceánica. Sirvan dos ejemplos para atestiguarlo. Tuit a propósito de la Cabalgata Histórica de los Reyes Católicos, feria de Málaga, un espectáculo recrea la entrega de las llaves de la ciudad y la espada de la rendición al rey Fernando por parte de los musulmanes: «En Andalucía se está imponiendo un nuevo relato integrista, franquista y colonial que profundiza en el autoodio y en el marco mental españolista. Poner a los malagueños a celebrar la invasión castellana es representar y festejar el colonialismo español sobre Andalucía». Firma esto todo un profesor de Historia contemporánea que ha sido investigador posdoctoral en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. El segundo ejemplo es propio: en mi (intento de) debate educativo, estas orejitas mías escucharon que España había sido una colonia de Roma (e Hispanoamérica un colonia española). Y es que, como ha dicho Elvira Roca Barea, «analfabetos ha habido siempre, pero nunca habían salido de la universidad».
Un grado en Ciencias Políticas por la UNED estudió Alvise Pérez; Fonsi Loaiza se ha formado en las universidades públicas de Sevilla (licenciado en Comunicación) y en la Pompeu Fabra (másteres en Comunicación Social y en Periodismo Deportivo) y la Autónoma en Cataluña (doctorado en Medios de Comunicación y Cultura), dice la web de la editorial Akal. Con las semblanzas de estos dos necios está dicho todo del estado de nuestra universidad. Tampoco hay que pasarse de frenada: cierto que las tenemos buenas, que hay programas y profesores de alto nivel, y que mastuerzos así las hayan atravesado impunemente no puede servir para hacer un diagnóstico general e injusto. Pero importa para la nueva teoría del cateto que trato de esbozar constatar que hoy se puede pasar por la educación superior siendo un perfecto cenutrio y cumpliendo a rajatabla aquello que dejó grabado a cuchilla en un pupitre de la Universidad de Salamanca hace tiempo un alumno: «La cultura me persigue, pero yo soy más rápido».
Entre Pérez y Loaiza tienen sorbido el seso a millones de seguidores; es decir, ellos cultivan sus propios catetos. Y, de nuevo, sin generalizar, echen un vistazo al parlamento o no más escuchen los debates televisados y tendrán que admitir que estamos en manos de neocatetos. El principal problema de la política española es de nivel, y, aunque sólo fuera por el ejemplo parlamentario debería caérseles la cara de vergüenza a los pedagogos y docentes que van por ahí diciendo que el nivel educativo en nuestro país no lleva años bajando. He escuchado, en este sentido, decir que los estudiantes españoles tienen fundamentalmente un problema con la retórica, con cómo se expresan públicamente. No. El problema principal es con la lógica y la dialéctica, con la ignorancia en el pensar y la orgullosa incapacidad de dialogar con otros. Mientras no se solucione esto último, a mí, que quieren que les diga, hasta me parece bien que la gente patine al expresarse, por lo menos así convencerán a menos con sus mamarrachadas.
Hay soluciones para detener el imparable avance de los neocatetos. El primero, como siempre, pasa por educar distinto, por educar de veras. Una de las principales labores de un profesor es la de, con respeto y cariño, hacer sentir al alumno con intensidad sus ignorancias, no con ánimo de rebajarle, sino de elevarle. Hay formas asertivas y poderosas de transformar ese orgullo catetil en amor propio que busque el conocimiento. Dos, deberíamos emplear los medios públicos de comunicación, por ejemplo, la televisión pública, en instruir a la gente. Yo no les pido una BBC, pero debe haber un punto medio entre eso y el espanto —basta castigarse con una sola tertulia— de ahora. Y tres, utilicemos la ironía de siempre para desenmascarar a los neocatetos más procaces en las redes sociales. Aquí corresponde aplaudir el gran invento de las notas de los usuarios en Twitter/X. Con esas tres cosas tal vez nos dé para desmentir a Aristófanes: «La juventud pasa, la inmadurez se supera, la ignorancia se cura con la educación, y la embriaguez con sobriedad, pero la estupidez dura para siempre».