José Manuel Rebolledo, analista político, estaba nervioso. Con la boca seca bajó las escaleras y llegó hasta la sala de maquillaje. Carmela, una de las maquilladoras de la cadena, le sonrió y le señaló un sillón de peluquería frente al espejo: “Buenas noches, don José Manuel, siéntese”. Rebolledo sacó su móvil inteligente, se sentó, pulsó el icono del whatsapp mientras Carmela le colocaba unos pañuelos de papel por dentro del cuello de la camisa, y susurró: “¡Venga, venga, venga!”. Carmela dejó la brocha del maquillaje en el aire. “¿Tiene prisa?”. Rebolledo la miró: “No, eh, perdón, no se lo decía a usted. Es que no me entra un mensaje que tenía que entrarme… ¿Aquí hay cobertura?”. Mariana, otra de las maquilladoras, asintió con la cabeza y arrastró la ese: “Sí que hay, sí; yo acabo de mandar un whatsapp”. Rebolledo se miró en el espejo. “Estoy blanco, parezco un cadáver”. Carmela tomó una esponja empapada en base y se esmeró con la frente. Rebolledo bajó la cabeza de nuevo al teléfono. Nada. “¿Le pongo un poco de brillo?”. Rebolledo levantó la mirada y sin contestar ahuecó la boca para que Carmela le repasara los labios con un pequeño pincel.
La maquilladora le quitó los pañuelos de papel con un gesto rápido y sonrió: “Ya está”. Rebolledo, concentrado en la pantalla del teléfono móvil, ni la escuchó. “Don José Manuel, que ya está”. Rebolledo dio un respingo, se recolocó el nudo de la corbata y salió a toda prisa por los pasillos de la redacción hasta el Estudio Número Uno. “Maldita sea”, musitó Rebolledo mirando el móvil mientras García, el de sonido, le colocaba el micrófono. El presentador de la tertulia le pegó una voz desde el fondo: “¡Rebolledo, amigo! Siempre en el último momento… Ponte a mi izquierda, anda”.
La regidora gritó: “¡Un minuto!”. Rebolledo se sentó en la silla mientras el presentador de la tertulia le daba la mano: “¡Estás blanco, amigo! ¿Te encuentras bien?”.
La regidora aulló: “¡Treinta segundos!”. Rebolledo tragó saliva y bebió de su vaso de agua sin dejar de mirar la pantalla del móvil. “¡Prevenidos! ¡Cinco segundos! ¡Cuatro, tres…!”. Se hizo el silencio, sonó la sintonía de la tertulia y el presentador saludó con una sonrisa malvada.
“Buenas noches, señoras y señores. Bienvenidos un día más a su programa de debate y análisis de la mañana… Hoy nos acompañan…”. Rebolledo no escuchó más y miró al teléfono. Nada. Cero. El presentador se giró hacia Rebolledo y dijo: “Empezamos por usted, don José Manuel, ¿qué le parecen las recientes excarcelaciones de asesinos?”. Justo en ese momento, Rebolledo notó que el móvil vibraba. Miró hacia abajo y en una décima de segundo leyó el mensaje. El tertuliano sintió que el color volvía a su cara mientras contestaba, bien alto, con aplomo y empaque: “Yo creo que lo que está muy claro es que esto no es más que una consecuencia directa del código penal franquista y de haber sufrido una abominable y ominosa dictadura”. El presentador
le apuntó con su bolígrafo, subió una ceja y dijo: “¿Quiere decir que la culpa es de Franco?”. Rebolledo se puso recto, sonrió con cierta coquetería y mientras acariciaba el móvil, respondió: “Por supuesto”.