Toca vivienda. Como pudo tocar ecologismo, volver borracha a casa o el corrupto lo serás tú. Y en torno al hogar se despliega el abanico de inmundicia.
Ya dijo aquel economista que una bomba y controlar el precio de la vivienda son las dos formas más efectivas de destrozar una ciudad. Es una boutade, claro. Hay muchas más. Votar a la izquierda, por ejemplo. La que se acuerda de Doñana tras cuarenta años de gobernar Andalucía, la que daba saltitos de alegría por la ley del sí es sí que luego permitió mil rebajas de penas y un centenar de excarcelaciones.
Pero toca vivienda.
Y ahora que estamos en campaña nos vamos a hartar de propuestas. Las más divertidas son las de aquellos que llevan más de una legislatura gobernando y siguen sin hacer nada. El gobierno, que tiene a la mitad de sus ministros alojados en pisos de lujo sin pagar un euro. Porque tras siglos de capitalismo, —de comercio, que decía Escohotado—, el mejor modelo inventado por el hombre para repartir la riqueza, una de las cosas que hemos comprobado es que no hay como aumentar la oferta para que baje el precio. Hasta un socialista lo sabe. No en vano el mismísimo Ábalos prometía hace unos años la construcción de cien mil viviendas: no hemos visto ni una. Pero una cosa es saberlo y otra llevarlo a cabo.
Nos gobierna una pandilla de inútiles que ha sido incapaz de aprovechar los fondos europeos. El peor gobierno del mundo en el manejo de la crisis pandémica. Responsable de la mayor subida de precios de energía de nuestro entorno. Un consejo de ministros que está a tortas entre sí y que, a la hora de la verdad, ha tenido otras prioridades. Repartir paguitas. Comprar votos. Pero toca vivienda.
Ahora nos venden tropecientas mil casas nuevas y se ofrecen a repartir las cincuenta mil del Sareb que no son cincuenta mil ni son viviendas.
Asoma otra vez la patita totalitaria, el intervencionismo, estrechar libertades o externalizar, privatizar políticas sociales. De la misma manera que se protege a los «pobres manteros» obligando a los comerciantes a asumir ese cuidado con sus pérdidas, el Gobierno echa sobre la espalda de los propietarios la política de vivienda que no desarrolla. ¿Por qué narices deben imponerme la duración de un contrato de alquiler? ¿Dictarme el precio? ¿Por qué no me defienden si me ocupan la casa o dejan de pagarme la renta? ¿Por qué me funden a impuestos si la alquilo? ¿Hemos de conformarnos con una administración cada vez más cara, que día tras día nos atiende peor, que tarda meses o años en concedernos un permiso de obra? ¿Por qué una vivienda, —de la que se hartan de decir que es un derecho—, está sujeta a tantísimos impuestos?
Hemos visto una y otra vez cómo los políticos bombardeaban ciudades con sus políticas de alquiler. Barcelona es el mejor ejemplo. Colau encareció los precios e hizo bajar la oferta.
Puestos a elegir, estos aprendices de dictador prefieren repartir las viviendas del prójimo a construir nuevas. Es más rápido. Más barato. Robin Hoods de pacotilla.
Libera suelo, quita impuestos, grava menos las rentas de alquiler, echa a los okupas, agiliza trámites, ofrece incentivos para construir vivienda pública de alquiler, de venta, ¡vivienda a secas! Impide que los bancos (o las cajas que antes manejabas) hagan locuras con los créditos. Trabaja, coño.
Pero nada. No hay manera. Volveremos a votar en contra. Sin ilusión alguna. A sabiendas de que nos engañan o toman por tontos. Pagando en las urnas ayuditas que acabarán arruinándonos. Bajo una lluvia de promesas que sabemos falsas, incapaces de mantener la atención más de diez segundos o recordar sus barrabasadas.