«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Tocqueville en Chamartín

3 de marzo de 2017

La familia como objetivo a batir

La famosa tesis número once de Marx sobre Feuerbach –“hasta ahora los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo, ahora se trata de transformarlo”- es la más conocida y citada, pero hay otras que deben suscitar igual  interés. Por ejemplo, la tesis número cuatro, donde Marx afirma la urgencia de transformar la familia “terrenal” para acabar con la imagen venerable de la Sagrada Familia, y con ella con la religión cristiana. No es un tema aislado en él: en “Los orígenes de la familia, la propiedad privada y el Estado”, Marx y Engels ven en la familia monógama una expresión primaria de opresión del hombre sobre la mujer y sobre los hijos: una especia de primera “lucha de clases” que sostiene la supervivencia de la otra opresión de clases, la grande, la social, la capitalista.

Por eso si hay una institución que transformar o destruir para cambiar el orden político es ésa: la familia. Por varias razones. En primer lugar, porque la familia es el primer ámbito de la autoridad: ésta surge ante el niño de manera natural, del padre y la madre, de manera complementaria y diferente a la vez. En segundo lugar, porque la familia es el ámbito donde las diferencias biológicas se ordenan socialmente: el niño aprende a comportarse como un niño y la niña como una niña imitando a sus padres, construyendo la educación sobre la naturaleza. En tercer lugar, porque la familia es también el lugar en el que el pasado se perpetúa en el futuro, a través de los valores que pasan de abuelos a padres y a hijos. Es el primer ámbito de moralidad. 

Por eso tenía razón Marx, y tienen razón el movimiento feminista, los activistas LGTB y los defensores de la liberación sexual, cuando señalan a la familia natural como su enemigo a destruir: representa al mismo tiempo la autoridad, la naturaleza y la moral. Los tres elementos de un orden político, al menos del occidental.Por eso, para el proyecto de subversión social izquierdista, la familia natural es aún más peligrosa que la Iglesia Católica, porque en ella se advierte con evidencia un carácter natural y biológico inmediato que la Revelación, en principio, no posee. 

Durante los dos últimos siglos, la familia natural ha representado para los revolucionarios occidentales uno de los objetivos prioritarios. Conviene aquí no equivocarse: su interés en la transexualidad, la homosexualidad, el feminismo o la bisexualidad no tiene nada que ver con la felicidad de las personas o con su realización como tales, sino con este proyecto político: la destrucción del orden social occidental. Cualquier problemática psicológica o moral subyacente a esta cuestión se pone al servicio de un proyecto de revolución social: los propios afectados se convierten en instrumento ideológico, en carne de cañón para la revolución social.

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El papel del liberalismo

Sin embargo, el intento de arrebatar la educación de los hijos a los padres, forzar el orden natural, subvertir la moral familiar no es tarea fácil: si algo enseña la historia es que las ideologías tienden a estrellarse contra la naturaleza de las cosas, especialmente la utopía izquierdista.  Así que paradójicamente en su ayuda acudió la otra gran ideología moderna: el liberalismo. O al menos parte de él. La defensa de la libertad individual como algo absoluto tiene mucho de loable, pero también de problemático. Y de destructivo.

Sin un orden moral y natural al que remitirse, la libertad entra en un bucle sin fin: no hace más que referirse a sí misma una y otra vez, sin aportar realmente soluciones prácticas a problemas complejos. De ahí la dificultad de algunos liberales para afrontar cuestiones morales: o se encogen de hombros ante los desafíos que una y otra vez tiende la izquierda revolucionaria a plantear; o repiten una y otra vez la fórmula de la defensa de la libertad y del derecho a elegir, aceptando la liberación sexual como afirmación de la individualidad. En ningún caso son alternativa al ímpetu transformador izquierdista, ambicioso,  global, total. Al final acaban aceptándolo, a regañadientes o con entusiasmo.

Curiosamente, la liberación sexual tiende a satisfacer tanto las pretensiones izquierdistas como las liberales: para los primeros, constituye el ariete para la destrucción de la familia, sostén de lo que la izquierda clásica llamaba “moral burguesa”. Para los segundos, la liberación sexual afianzaría y demostraría a la vez el derecho de cada cual a elegir su modo de vida por encima de cualquier consideración moral

Para ambos, la naturaleza dada y el orden moral tradicional son un obstáculo; por tradicional y natural para unos. Por moral externa que se nos impone para otros. 

La ideología de Género

El resultado en Occidente de esta confluencia ha sido la expansión sin freno de lo que suele llamarse “Ideología de Género”: combina el impulso izquierdista por romper el orden social tradicional que surge de la familia con la pulsión liberal por una libertad absoluta cada vez más absoluta y descontextualizada incluso de los más cercanos. El problema de esta expansión, llegados a este punto,  no es su error o su falsedad: a fin de cuentas, estas cuestiones son más o menos discutibles y debatibles: el lector lo estará haciendo en este momento.. El problema es que la conjunción de ambas fuerzas ha conducido a un determinado tipo de despotismo, que ha vuelto a salir a la luz con objeto de los ataques contra el autobús de la asociación Hazte Oír: la limitación del libre discurso en nombre del respeto a la libertad y al pogreso. Ahí es nada.

Así hemos llegado en España al momento actual: quien defiende el orden basado en la familia natural, la diferencia de sexos, la autoridad paterna y la moral tradicional –la de nuestros padres, los padres de nuestros padres, y los padres de los padres de nuestros padres- se considera automáticamente un delincuente.. Negarse a que los niños sean educados en el cambio de sexo y en una sexualidad entendida como liberación incluso contra los propios padres le convierte en un represor. A quien no niega la diferencia de sexos se le expulsa de la educación, de la judicatura, del discurso público. Y, al punto llegado, se le lleva ante el juez, se le castiga. Todo ello se hace en medio del estruendo del que casi nadie en el establishment se priva: televisiones, instituciones, partidos políticos  no sólo celebran la censura: se felicitan por la unanimidad en ella.

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Un nuevo despotismo

La consecuencia es una sociedad que recuerda demasiado al despotismo democrático del que advertía Tocqueville. Es decir, un régimen donde las libertades se reducen al ámbito personal y particular y, dentro de él, a las cuestiones más pueriles, primarias y primitivas: el afán por los goces materiales, por la búsqueda de la fortuna, por el simple bienestar y las emociones básicas satisfechas. Un individuo encerrado en sí mismo, en las pequeñeces que le proporciona una sociedad del bienestar que gracias a la técnica le ofrece cada vez más posibilidades de ocio y disfrute, pero ante las que no tiene voz ni voto. Es un ciudadano al que se le recuerda su libertad, pero que es incapaz de participar de verdad en las instituciones, porque se le exige vivir encerrado en sus propias creencias y elecciones, más allá de las cuales sólo puede encogerse de hombros, agachar la cabeza, y dejar paso al “progreso”.  Un ciudadano, en fin, aislado , sin familia, sin autoridad, sin convicciones morales, centrado en sus pasiones más limitadas. Todo ello en nombre precisamente de la “libertad”.

Más allá de este individuo centrado en sus pequeñeces, separado hasta de su familia, en la esfera pública se abre un espacio de homogeneidad creciente, de opiniones únicas en las que se disuelve en una masa gris de individuos perfectamente intercambiables. En ésta manda la ciencia, la burocracia, la sociología y las ciencias políticas, que diseñan su futuro desde que el primer sexólogo entró en su clase de primaria. 

En fin, la libertad está bien en el ámbito privado, pero sólo para el disfrute de las bajas pasiones: para la sociedad queda la mediocridad ética e intelectual, sin interés en la verdad o en un orden humano digno, o sea, exigente. Esto y no otra cosa es lo que hoy llamamos “corrección política”: la combinación de una ética social de mínimos con una desaforada agresividad ante las instancias que, como la familia natural, apuntan a una ética basada en un orden ajeno y superior a las convenciones sociales.

Más vale no engañarse: el caso de la ofensiva contra Hazte Oír ni es el único ni es el primero: le han precedido ataques y represalias contra jueces y escritores. Y le seguirán ataques contra quienes reivindiquen la verdad natural, biológica, antropológica. Estamos ante un nuevo despotismo, erigido en nombre de la libertad y del progreso. Por eso mismo es más peligroso, y por eso es y será más agresivo. Es verdad que, llegados a este punto,  el despotismo light de Tocqueville se convierte en despotismo puro y duro.

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