Hace unos meses heredé un mueble, diría que ochentero. Sobrio, oscuro, eminentemente funcional, sin ningún tipo de aspiraciones ornamentales ni ínfulas solariegas. Fue labrado por un carpintero, a medida y con maderas nobles, en aquellos tiempos en que las familias tenían un carpintero, una costurera y un practicante de confianza. Precisamente, era la robustez del material usado para el trabajo artesanal —nada de aglomerados o railite— lo que me dificultaba deshacerme del mamotreto. Cansada de tenerlo «rebailando» por distintas habitaciones decidí buscarle una salida digna. Adquirí lijas, brochas, imprimaciones, pintura y tiradores nuevos, a ver si así. De forma inesperada, el profesional del bricolaje que me atendió sugirió que, tras renovarlo, probara a envejecerlo. Resulta que con más lija de grano no sé cuantitos y dos pátinas antagónicas —una en blanco y otra en negro— podría casi casi tener un Luis XV en casa. No me achanté —no tenía nada que perder— y le compré toda la parafernalia. Para mi sorpresa, y la de mis donantes, la pieza ha quedado estilosa y ahora ocupa un lugar preeminente en mi hogar.
La anécdota me hizo caer en el valor estético que había cobrado un aparador inane al ser espuriamente envejecido. Y en cómo ocurre lo contrario con las personas. Mientras mi mueble finge que es centenario, los cánones dictan que mi cara debería simular que no pasa de los veinticinco.
Se celebra en estas fechas en Alicante un congreso médico sobre longevidad. En él, científicos y empresas compartirán los últimos avances en materia de prolongación de la vida y bienestar en edades avanzadas. También estos días hemos conocido la historia de un hombre en la India al que la muerte había olvidado. Decía tener 188 años y las Parcas no se atrevían a entrar en la cueva que, anacoreta, habitaba.
No me opongo yo, ¡por Dios!, a la prolongación de la vida y al bienestar en edades avanzadas. Nos deseo a todos telómeros más largos que un día sin pan, huesos mineralizados, discos intervertebrales mullidos, músculos elásticos, piel repulpada y articulaciones lubricadas por muchos años. Todo ello sin perder de vista que cuando un hub de tecnológicas dice que va a hurgar en tu senescencia celular hay que sospechar.
Tampoco me opongo, ¡faltaría más!, a la belleza física. Tengo para mí que es un deber, una exigencia. Que somos responsables de la propia y deudores de la ajena. Le debemos a ambas, nada menos, que la alegría y el amor. Lo bello —una cosa lleva a la otra— nos conduce a lo bueno. Sin embargo, resulta un tanto perturbador a qué estamos llamando belleza hoy. El imaginario colectivo está sufriendo la distorsión propia de quien se acostumbra a lo aberrante. Es una época extraña ésta que encumbra recauchutamientos extremos, rostros jóvenes en cuerpos sexagenarios y caras sumidas en un letargo a la edad del divino tesoro.
El terror a envejecer habla de vidas mal vividas. De etapas consumidas sin haberlas llenado hasta desbordarse y desbordarlas. Supone una negación de la existencia como camino a otra parte.
La insatisfacción con el paso del tiempo está sostenida por pensamientos sombríos que no reparan en la belleza física y exuberante que se desprende de una madurez vibrante, con ganas de más vida y ese aire irresistible que relativiza la gravedad de casi todo y siente curiosidad por saber cómo continua este gioco. Ni en el regocijo de una vejez que recoge los frutos de todo lo sembrado.
Estéticamente estamos fracasando en el artificio de conjugar belleza posmoderna y falsa juventud. Algo nos pasa con la belleza y quizá la clave esté en la mirada. En recuperar lo genuino. En aprender a ver no sólo la belleza obvia y evidente, la que no deja nada al misterio o a la imaginación, sino toda la belleza.