En muchas ocasiones, tantas como noches transcurridas en el monasterio, antes de retirarme a la celda que me tenían asignada en clausura, escuchaba, cada vez con mayor emoción interior, aquel aserto cisterciense que exhorta al monje con esta frase: “ no endurezcáis vuestras corazones, porque un corazón endurecido nunca verá a Dios”. Y a quiénes la palabra Dios les pueda causar cualquier tipo de perturbación interior, les digo que el endurecimiento del corazón les priva de sentir el Amor, en todas sus dimensiones, incluyendo, en consecuencia, la Belleza.
Por ello mismo, mis experiencias vitales -querido D. Julio— que han sido cuantitativa y cualitativamente abrumadoras y enriquecedoras —¿será cierto lo de tres vidas en una?— no solo no han contribuido al endurecimiento de la víscera en su dimensión espiritual, sino todo lo contrario, porque los peregrinos de la certeza —eso sí que es peregrinar— nunca renunciaríamos a ver la Meta. Y sabemos que frente al lenguaje de la llamada razón, existe el propio del corazón, y la afirmación va mas allá de una estéril contribución a la mala poesía.
La tristeza no diría yo, pero la melancolía es casi consustancial, en la dosis de consumo variable acorde a cada uno, de la llamada galleguidad, y no es que Chaguazoso me haya jugado una mala pasada, es que simplemente, al ser parte de mi tierra, y encerrar en su ADN cultural ciertas esencias del alma, me recuerda a diario, mas en la albas que en los ocasos, que el temor de Dios del que hablaba mi querida abuela Luisa, es no solo cosa sana, sino imprescindible. Un poco de melancolía, a fuer de sinceridad, indica que el corazón no ha incrementado su dureza.
Dice usted, D. Julio, que “que la tristeza es enemiga de la lucha, y compañera del abatimiento, la critica estéril y la inacción”. Quizás en algún plano categorial en el que no soy experto, los significantes que utiliza en su frase ascienden a un significado que se me escape. Pero en la vida diaria, en esta manifestación en la que nos toca vivir, creo que los correlatos conceptuales son altamente discutibles y la mejor prueba de ello es que los estamos discutiendo.
Ante un diagnóstico letal de un cuerpo querido me invade la tristeza, pero en modo alguno el abatimiento —esto es, la rendición— ni la critica estéril —renuncio a criticar al viento— y para nada la inacción. Mas bien todo lo contrario. La tristeza nace, se genera por la constatación de una realidad que nos resulta indeseada, aunque no indispensablemente incomprensible. Si siento tristeza por la situación de España es simplemente porque contemplo el resultado de nuestro vivir. Si me resultara indiferente de todo punto, si mirara hacia otro lado, seguramente es que no habría entendido el mensaje cisterciense. Bueno, ni tal postulado ni casi nada mas, salvo que me incluyera en el grupo —demasiado abundante sin duda— de quiénes se ocupan de tejer la vida con los lazos de los intereses y las conveniencias, lo que nunca ha sido, ni será —Dios mediante— mi estilo. Aunque esa conducta en ocasiones me haya aportado dosis nada despreciables de tristeza al sufrir en soledad la crueldad humana para con los míos, estado interior que no sólo no me condujo a la inacción, sino a la acción mas dificil de cuántas conozco: resistir sin ceder un miligramo de dignidad en el combate.
No, no siento alegría interior ante la contemplación de un paisaje —y paisanaje— desolador. Pero no abatimiento ni inacción. Escribo —eso es acción— hablo — eso es acción — diserto — eso es acción— y resisto en mi dignidad —eso es acción— precisamente porque no sufro del mal de la indiferencia ante lo desolador. Por eso me reafirmo en lo dicho en el artículo: Una sociedad, querido amigo, muy descompuesta. Y no es derrotismo, es simplemente, en mi modesta opinión, el intento de ver con los ojos de la realidad y con alma llena de nostalgia de eso que te decía: una nueva oportunidad perdida para tratar de construir un mundo mejor”. Pero es aquí donde debo darle —y con gusto lo hago— la razón: no es exactamente nostalgia el sentimiento que abarrota el alma, porque la nostalgia es categoría que implica tiempo pasado, y aquí debatimos de presente y futuro, asi que por congruencia debí emplear esta otra: esperanza. Pero quizás eso mismo dejé dicho en el artículo unas líneas mas arriba cuando ante la ilusión que me produjo la predicción de que España liderara el cambio y la contemplación dolorosa de lo que tenemos entre nosotros al día de hoy, señalé como posible explicación: “que los tiempos —es otra esperanza— no son los que imaginaron”.
Tendremos buenos tiempos en un futuro que nadie sabe cuando se convertirá en presente. Pero en todo caso, con melancolía gallega, cierta tristeza de corazón no endurecido, la vocación impenitente de peregrino de la certeza, continuaremos con lo que hemos venido haciendo estos años: la acción en sus diferente planos. Pero no vale con sólo la acción, ni únicamente la inteligencia, ni exclusivamente la voluntad. Hace falta el Plano Central del diseño en el que el individuo y la dignidad humana tienen que ocupar su plaza. De otro modo continuaremos errando. Y la construcción de ese Plano Central, como bien sabe D. Julio, reclama al soporte previo de la educación.