Es la manera con la que mira, recostado, algo escorado, en la tensa espera del abatimiento. Parece que alguien le puso esa silla y le empujó, y tal y como cayó, se ha quedado. Inmóvil inquietud. Quizás simple apatía por el momento. Desidia frente a dos tipos encorbatados. La División de Investigación Criminal de la Policía Estatal de Lousiana no le es ajena, pero si antes no le imponía, ahora le es indiferente.
Su aspecto es desaliñado, descuidado en un punto atractivo. Algo semejante a la dejadez de un mendigo. No entran ganas de repeinarlo y echarle colonia, más bien todo lo contrario. Hay cierta sensualidad en sus manos y en sus vividos ojos hundidos. Su camisa sobada y remangada, sobre una camiseta, muestra unos tatuajes casi carcelarios. Su único punto de conexión con una vida ordenada, es un reloj. No inspira un sentimiento compasivo. Parece desahuciado, pero sus gestos no son de perdedor, son pocos, pero contundentes. Podría confundirse con un tipo acabado, sin embargo, si se mira bien, desprende fuerza y seguridad en sí mismo. Con una capacidad de creer desde el descrédito. Se sabe el mejor hasta para fracasar. Aunque quizás, sea todo lo contrario.
Cohle es antagonismo puro frente al que fue su compañero. Nada de traje y pulcritud. Inexistente sentido de la familia. Pesimismo existencial. Inapreciable el sureño temor de Dios, mas bien al contrario, rebate las doctrinas a cada paso, desde el nihilismo más acérrimo. Polos opuestos unidos por el destino laboral. Frente a las preguntas de los detectives, la misma diferencia patente, en las respuestas, tono, locuacidad, y en los gestos. Sin duda la mejor manera de conocer un caso, desde dos puntos de vista tan contrarios.
Sabe que dispone del bien más preciado, que tiene información y sabe como usarla, por supuesto, en beneficio propio, en lo que a él le importa, las pequeñas cosas. Cohle marca los tiempos y por eso, cuando llega el momento, saca del bolsillo de la camisa un manoseado paquete de Camel, lo abre sin complejos y se coloca en los labios un cigarrillo. No permite la más mínima queja sobre las estúpidas leyes de edificios públicos y fumadores. Aún así deja en suspenso un clásico mechero, un zippo plateado, de esos con los que al encender el cigarrillo el sabor es mil veces mejor. Y cuando por fin rasga la rueda, que choca en la piedra y prende la mecha, lo hace mirando a los que le han intentado impedir el exquisito momento de fumar. La calada es larga, profunda, intensa, lenta, llenando los pulmones de humo y nicotina, y su gesto al retirar el cigarro de su boca es en extremo masculino. Ahora sí. Ya ha sentado las bases, puede que finalmente consigan la información, pero siempre será, si «Rust» Cohle quiere.