Ocurrió la noche electoral de la que salió ganador Donald Trump hace ocho años. El periodista Yann Barthès, perfecto exponente de la burguesía-bohemia parisina, presentador de la emisión Le Quotidien, cubría las elecciones estadounidenses para la cadena televisiva francesa TMC. La victoria trumpista provocó un terremoto en el plató: llantos entre el público femenino y un Barthès de rostro demudado que no daba crédito a lo que acababa de ocurrir. De reservoir dog —en formato mini— pasó a tener pinta de enterrador. Fueron noventa segundos de puro disfrute audiovisual que los medios independientes del país vecino, esos para los que se acuñó originariamente el término «fachosfera», han encerrado en un vídeo que es difícil cansarse de ver.
Dichos canales informativos (especialmente E&R, TV Libertés o Le Tocsin), cuya financiación no depende de una République que riega generosamente diarios como Libération, han tirado de hemeroteca y compilado todas las memeces que analistas y periodistas «serios» allende los Pirineos han ido soltando sobre el candidato republicano durante la reciente campaña electoral norteamericana. El resultado es hilarante, pero también desolador: ¿en qué manos informativas estamos?
Allí, aquí y en gran parte del orbe occidental, la prensa nos ha vendido hasta el ridículo a la candidata Harris, los corresponsales extranjeros parecían estar a sueldo del partido demócrata y es muy probable que también ocultaran la ventaja electoral de Trump para mantener alta la moral de la tropa. Todo ello daría un poco igual si no fueran esos medios los mismos a los que luego aguantamos la neura en materia de polarización y noticias falsas. Los que lloran amargamente porque las redes sociales o los canales alternativos les están comiendo la tostada. Los que paren titulares dignos de una república bananera («Trump remata un insólito viaje hacia el poder absoluto») para después ponernos en guardia contra el populismo.
Más allá de la manoseada comparación Trump-Sánchez, algunos columnistas han descubierto que la derecha, la buena, se esconde en el kamalismo. El razonamiento utilizado vale su peso en negronis y cacahuetes: como el votante demócrata es generalmente urbanita y carne de sector terciario, aunque carne directiva, «elitista», tal votante sería el auténtico diestro del tinglado electoral yanqui. Dentro de este esquema, el seguidor de Trump quedaría condenado a las tinieblas exteriores del socialismo. Si a Foxá se le ocurrió aquello de «soy conde, soy rico, soy embajador, soy gordo, ¿y todavía me preguntan si soy de derechas?»; el columnismo mixológico nos ha cambiado la fórmula: «No sé distinguir una encina de un Ford Fiesta, tengo gustos de gafapasta y soy mando superior en el terciario, ¿y todavía me preguntan si soy de derechas?». Los encargados de explicarnos el mundo de hoy siguen atascados en el de hace veinte años.
La reelección del candidato republicano también ha tenido un efecto fascinante sobre nuestro catolicismo hipogonádico que, repentinamente, ha descubierto el interés nacional. De Marruecos ya no les importan los esforzados «migrantes» que nos envían —buenísimos todos ellos—, sino la deletérea influencia norteamericana sobre la ZEE que afecta a España y, por descontado, los aranceles a nuestros vinos y aceites. Nada de esto parecía ser relevante durante la presidencia de Biden, pero nunca es tarde si la dicha es buena.
Por ir concluyendo, la victoria de Trump tiene su interés, pero no tanto por lo que pueda chinchar a los seguidores de ese liberalismo consecuente al que llamamos «lo woke». Observar la reacción de la otra parte del pensamiento único occidental es todavía más divertido. Algunos se transforman en gremlins —película de la era Reagan— ante la posibilidad de una desescalada bélica en el este de Europa. Una diría que, incluso, les sabe mal.