«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Sevilla, 1986. Periodista. Ahora en el Congreso.
Sevilla, 1986. Periodista. Ahora en el Congreso.

Un cuento de Navidad: Lourdes cerraba los domingos

24 de diciembre de 2021

Me detuve ante el escaparate de camino a por el pan. Permanecí un par de minutos inmóvil, absorto en la belleza que desprendía algo tan sencillo -pero tan hermoso- como una cuidadísima colección de libros bien seleccionados. Una fila de clásicos reeditados se mezclaba con las biografías de María Antonieta y Fouché firmadas por Zweig, libros de viaje como el de Merimée en España, las memorias de González-Ruano, la Historia de España de José María Marco y algunos cuentos de Emilia Pardo Bazán y Guy de Maupassant. Había mucho más, pero es lo que recuerdo. Fue una hazaña que a las doce del mediodía aquellos ejemplares lograran mantenerme ajeno al olor a croissants y baguettes recién hechos que desprendía la panadería de al lado. Daban ganas de llevárselo todo en esta esquina de Madrid, pero con lo único que volví a casa fue con un par de barras. Era domingo y la librería cerraba.

La segunda vez que pasé por allí íbamos cantando, muy borrachos, serían las dos o tres de la mañana, camino de una discoteca cercana en María de Molina. Apenas fueron varios segundos, los que mis ojos tardaron en cambiar la trayectoria de un portal del que salían varias chicas que se metían en un taxi, al escaparate. Ya tiene su mérito, con la competencia visual que hay un viernes por la noche. Esta vez no olía a bollos ni a pan recién hecho, la calle era un río interminable que arrastraba a su paso el agua derretida de bolsas de hielo, mil tipos de alcohol mezclados con coca cola y un nauseabundo olor a pis. Supongo que no es exagerado decir que este cóctel pestilente tiene algo de generacional, como si a esa hora de la noche fuera la norma en las calles de tantas ciudades.

Al entrar me di cuenta de que no era una librería más, reinaba una paz como si hubiera algo sagrado entre aquellas paredes

La memoria nunca es más caprichosa y obsesiva que cuando uno lleva horas alabando al Dios Baco, entonces es capaz, en la misma noche, de retener varios títulos vistos de una pasada ante un escaparate y al mismo tiempo olvidar por completo el nombre de todas las desconocidas con las que hablo. Quizá era una señal, así que me prometí que la próxima vez entraría en la librería. Pasaron semanas y quizá algún mes más, es lo malo de Madrid, que la vida va demasiado deprisa y cuando te quieres dar cuenta el moreno del verano se ha fundido con las luces de Navidad del final del otoño.

A la tercera fue la vencida. 

Y ya no tenía excusa, porque esta vez caminaba por la acera de enfrente y aprecié la librería en su conjunto, majestuosa, con uno de esos rótulos que el nuevo Madrid de gastrobares con terrazas invasivas y más sushi que en Tokio, devora con apetito insaciable: “Pérgamo”. La entrada era estrecha con una puerta de madera antigua que al empujar hacía sonar una campana, esto me hizo gracia, porque lo había visto en alguna película, puede que en La historia interminable. El interior era aún mejor que la carcasa. Ante mis ojos se elevaban enormes estanterías de madera de castaño (esto lo supe luego) desde el suelo al techo con montañas de novelas y una mesa central cubierta por más libros que dividía la estancia en dos y protegía la trastienda. Al entrar me di cuenta de que no era una librería más, reinaba una paz como si hubiera algo sagrado entre aquellas paredes.

Había descubierto algo más grande, una isla del tesoro en mitad del océano de ruidos y prisas en los días de consumo adictivo

Luego vino ella. Aún recuerdo cuando conocí a Lourdes. No sé bien el  motivo, pero me dio buena impresión. Quizá era su mirada limpia, la voz serena o la conversación alejada de cualquier convencionalismo mercantilista que regalaba a todo al que entrase. Con ella todo era muy fácil, desde el principio me sentí como en casa, y a eso ayudó que me llamara por mi nombre en un barrio cada vez más New Yorker donde las nannys filipinas hablan en inglés a los niños que mordisquean una muffin a la salida del colegio. Le dije que venía a hacer un regalo de Navidad.

-Busco una recopilación de cuentos navideños.

-La gente, y más en esta época, suele regalar bestsellers para no complicarse, -respondió mientras colocaba la escalera detrás del mostrador para alcanzar, sin titubeos, el ejemplar que su cabeza eligió cuando oyó la palabra Navidad-. Aquí tienes a los mejores: Dickens, Dostoievski, Valle-Inclán, Ray Bradbury, los hermanos Grimm, Joyce, Capote…

Lo cogí, se trataba de un volumen prodigioso con una portada que recreaba ramas decoradas de un árbol de Navidad.

-Si le gusta leer, le va a encantar el regalo-, dijo con una media sonrisa.

Pero yo hacía minutos que ya no pensaba en el regalo. Había descubierto algo más grande, una isla del tesoro en mitad del océano de ruidos y prisas en los días de consumo adictivo. La atmósfera me envolvía y en ocasiones me resultaba complicado mirarle a los ojos, como si hacerlo me quitara tiempo de admirar las obras de aquel museo. Posé la mirada, curioso, al fondo, en la trastienda, y ella se dio cuenta, así que se adelantó antes de que pudiera decir nada:

-Ahí aprendí a leer cuando mi padre abrió la tienda y a veces hacemos presentaciones de libros.

No había ningún detalle al azar. La luz era muy tenue, con varias lamparitas situadas en cada esquina. Un remanso de paz que, sin embargo, sólo adquiría la condición de reserva espiritual contra el mal gusto, las prisas y la tecnología de usar y tirar gracias a Lourdes, verdadero valor añadido de la librería.

Me despedí sabiendo que volvería. Ella me preguntó de nuevo, además de mi nombre, si era vecino del barrio, así que desvelé que me había mudado en verano al 115 de Lagasca. Cinco minutos después de salir de allí comencé a envidiar su trabajo, y reparé en la inutilidad de Infojobs o Linkedin, que jamás me habían contado la existencia de esta maravilla.

Envidié de verdad el trabajo de Lourdes, sobre todo los días malos en el mío, que era cuando más disfrutaba pasarme por allí. Hablábamos de casi todo, y cuando le dije a qué me dedicaba ella demostró la inteligencia propia de quienes saben tratar a todas las personas. Por eso nunca se nos ocurrió hablar de nuestras ideas políticas, y no por una interesada relación librero-cliente por su parte, sino porque hay cosas más grandes… ¡y qué demonios, un lobo siempre huele a otro lobo!

Alguna vez le pregunté por Houellebecq y torció el gesto, no veía nada en “aquel francés obsesionado con el sexo”.

-¿Quieres un francés? Ahí tienes a Albert Camus (“camí”, pronunció), -dijo señalando un retrato de tamaño considerable que gobernaba la estancia desde una de las esquinas de la librería-. Léete La Peste, pues El extranjero está un tanto sobrevalorado.

Le hice caso pero nunca le estuve tan agradecido como cuando, aconsejado por su rusofilia literaria, dediqué un mes de abril -con todas las cosas que uno puede hacer en abril- a leer Los hermanos Karamazof. El descubrimiento de los personajes de Iván y su hermano Aliosha me sigue impresionando porque sus conversaciones ayudan a entender casi todas las cosas importantes.

El día que abandoné el barrio para asentar la cabeza pensé que me despedía de ella para siempre.

-Dejar el barrio de Salamanca es una tragedia de la que creo que nunca me repondré-, le confesé. Tocaba cambio de ciclo.

Años después, unos días antes de la Nochebuena, leo con estupor en la prensa: “Cierra Pérgamo, la librería más antigua de Madrid”.

-Lourdes, jamás me dijiste que se trataba de la más antigua de Madrid-, le reprocho, ahora detrás de una mascarilla, tras sortear una cola de curiosos que se agolpan en la puerta para llevarse los últimos ejemplares a precio de saldo. Ella sonríe y me reconoce a pesar de los años y el bozal.

Sé que no tienen culpa de nada, pero lanzo una mirada iracunda y vengativa a los que están fuera. A veces pienso lo mismo cuando veo colas en los tanatorios para despedir a quien tantas veces ya olvidaron en vida.

-¿Dónde estabais todos estos años?-, me entran ganas de preguntar en alto.

Lourdes me regala su última sonrisa:

-Aún no se han llevado los clásicos rusos.

Me gustaría contar que Lourdes salvó la librería, sobre todo porque el que venga ya no respetará ni los domingos.

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