Mal que bien en España las empresas privadas suelen calcular la productividad: cuántas unidades productivas corresponden a cada empleado y cómo es necesario que aumente tal cociente. Es la mejor medida para contener la dichosa inflación. En contra del tópico, cada empresario está interesado en «crear» el menor número posible de empleos, dado un capital y un objetivo de producción. Es el conjunto de todo ellos lo que acumula la reconfortante hueste de los empleos.
En el sector público español, resulta desproporcionado el número de ministros, subsecretarios, secretarios de Estado, directores generales, jefes de gabinete, diputados, senadores, consejeros, etc. La razón suprema es que el Estado trabaja con «pólvora del Rey»: cuanto más gasto, mejor. El criterio básico es subsistir todo lo posible en la pirámide poder y, a ser posible, trepar por ella. De ahí que se produzca una especie de ley de hierro del sector público por el que el gasto se dispara sin remedio. Ya vendrán otros que lo paguen. La consecuencia es que no solo se expande inexorablemente la nómina de funcionarios y altos cargos, sino la de «asesores», «personal de confianza» e incluso las empresas privadas con contratos públicos. El alto cargo debe dar la impresión de estar haciendo muchas cosas. Su prioridad es mantenerse en el poder el mayor tiempo posible. Su éxito reside en gastar mucho.
Son infinitos los chiringuitos, asociaciones y otros colectivos que viven a expensas del presupuesto público
En la España actual, el problema colectivo más notorio es el aumento irrefrenable de los precios de la energía y de la llamada cesta de la compra. En gran medida esa curva determina el aumento sistemático de los impuestos. Un caso liminar durante la pandemia del virus chino ha sido el de las mascarillas. El Gobierno las declaró obligatorias, pero no por eso dejaron de exigir un precio desproporcionado de oligopolio, sino que acarreaba también el IVA (impuesto de valor añadido) correspondiente. Es un caso clamoroso de irresponsabilidad política. Con más impuestos, más gasto público. La espiral no deja de expandirse.
En estos días, se ha enquistado la polémica es sobre si deben subir o bajar los impuestos. La verdad, no tengo muy claro cómo habría que repartir mejor la carga fiscal. Se me ocurre que habría que gravar más los premios por loterías, apuestas y juegos de azar. Otra urgencia es desactivar los anacrónicos privilegios fiscales de vascos y navarros. En caso de duda, habría que rebajar los impuestos sobre el patrimonio y concentrarse más en los que inciden sobre los ingresos por trabajo o por capital. Otra dicotomía sería la de menguar los impuestos a los autónomos y los empresarios para elevarlos un poco más en las personas asalariadas bien retribuidas. No estaría mal eliminar el IVA en la adquisición de productos básicos (energía, alimentos imprescindibles). Empero, por delante de todas esas reformas, la clave está en la necesidad de recortar sustancialmente el monto del gasto público, que es realmente disparatado.
El «chiringuismo» reinante se mantiene porque constituye una red clientelar para el beneficio de la coalición gobernante
La «alegría» del gasto público se justifica porque una gran parte del presupuesto público se dedica a canalizar ayudas, subvenciones, bonos, cheques y otros despilfarros justificadores del “Estado de bienestar”. Son infinitos los chiringuitos, asociaciones y otros colectivos que viven a expensas del presupuesto público. Realmente funcionan como correas de transmisión del voto para el partido que gobierna o, al menos, eso es lo que se intenta. No es menos extraño que los mismos partidos reciban por ley pingües subvenciones del Estado, cuando bien podrían funcionar con las cuotas de los afiliados y simpatizantes. Un parecido razonamiento es aplicable a las patronales, las confesiones religiosas y hasta a los grupos de inmigrantes ilegales. No deja de ser paradójico que un tipo de conducta masiva ilegal reciba tantos parabienes oficiales.
El “chiringuismo” reinante se mantiene porque constituye una red clientelar para el beneficio de la coalición gobernante. Lo malo es que de esa forma, quizá, queden desatendidas algunas verdaderas obras de atención benéfica a las personas u hogares dizque “vulnerables”. Lo peor es que, por medio de esas dádivas, se teje una estructura de conformidad con el sistema político hasta el punto de hacer patente una disposición de clientelismo o de servilismo hacia el poder. No es cosa buena que los contribuyentes piensen y reaccionen como lo hace el Gobierno, sea cual sea. La sumisión no es la mejor virtud de una democracia. De forma general, el conjunto de gastos públicos sin mucho fundamento contribuye a reforzar el actual fenómeno de la inflación galopante. Es sabido que a quien perjudica es, precisamente, a los más “vulnerables”, es decir, los que no pueden aumentar sus ingresos; fundamentalmente, los pensionistas. No son un grupo menor. Es más, tiende a expandirse ahora, precisamente, porque se empiezan a jubilar las cohortes más numerosas de la pirámide demográfica española.
El Estado actual resulta demasiado oneroso por la gran cantidad de gastos de pura ostentación
El Estado actual resulta demasiado oneroso por la gran cantidad de gastos de pura ostentación. No son las oficinas públicas las adelantadas de la necesidad de una conducta austera. Baste solo considerar el parque de vehículos oficiales, siempre creciente. Aunque pueda sonar paradójico, a los altos cargos les viene bien que cunda un cierto ambiente de inseguridad, lo que justifica los costosos sistemas de protección, que son realmente de ostentación de las ínfulas de poder. Nada más humano.