Recuerdo que en La Colmena, sin lugar a dudas una de las cinco mejores novelas escritas en nuestra lengua en el siglo XX, hay un personaje que se suicida porque dice que huele a cebolla de manera insoportable. Ese olor a miseria, a pobreza, a moho, a ropa vieja sudada, a habitación cerrada hace mucho tiempo, olor corrupto, olor a descomposición, ese olor que todos percibimos en la vida pública española es el mismo al que aludía Cela y que, en nuestro caso, emana del gobierno y sus adláteres tanto políticos como mediáticos o financieros. Todos huelen a cebolla, a botas de goma podridas por el uso y el sudor de los pies de quien las empleaba. Alrededor de La Moncloa hay una nube espesa que viene de los gases mefíticos que desprenden quienes la ocupan y quienes la visitan con asiduidad.
Si en los tiempos del Rey Sol la nobleza intentaba tapar su hedor a carroña debido a su suciedad corporal a base de perfumes, lo que producía una peste increíblemente mayor, Sánchez está intentando hacer lo mismo con la pestilencia que desprenden todos los casos de corrupción que están afectando tanto a su gobierno como a su partido e incluso a su círculo familiar más íntimo. Hoy nos echa por encima el perfume de las viviendas públicas que dice que construirá, mañana nos hablará de la corrupción de la derecha y pasado del tambor de Almanzor que se perdió en Calatañazor por culpa de Abascal, como todo el mundo sabe. Pero sus intentos son vanos, porque incluso aquellos que hasta ahora no se le despegaban, no fuera caso que incurriesen en las iras del Número «1», ahora se distancian. Es la peste, el hedor, es lo insostenible que se ha vuelto ese zombi político que es Sánchez, aunque él no se haya dado cuenta todavía. En esa gacetilla llamada País lo han entendido a la perfección y marcan unas distancias hasta ahora impensables, igual que en los programas de la zurda donde meterse con algunos ministros hasta ahora intocables ya es permisible e incluso hacer alguna que otra gracieta con el líder máximo de la revolución socialista.
Nadie puede soportar una vida aherrojada a la montaña de estiércol que Sánchez ha construido. Ése es el problema de España, no la máquina del fango, sino la del estiércol, la que el presidente ha alimentado año tras año. Y ahora nadie la quiere oler más, ni siquiera Begoña a la que hace días que no se la ve. Todos se separan de ese líder que huele mal, francamente mal. Y los depredadores de su bando saben que ese olor es el del cadáver político, el de aquel que está pudriéndose en vida. De ahí que huela como huele, de ahí que muchos empiecen, aunque de manera más o menos sutil, a retirarse. Porque los primeros interesados en no oler mal de cara al futuro son, precisamente, los que más cerca han estado de él. No tienen intención de suicidarse políticamente y por eso huyen como del diablo de olores nauseabundos. Podemos decirlo ya sin temor a equivocarnos lo más mínimo: Sánchez huele a cebolla. Y su entorno lo sabe.