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La Gaceta de la Iberosfera
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Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

Un libro de trepidante actualidad

13 de diciembre de 2021

Lo escribió un maravilloso chalado a finales del primer siglo de nuestra era. Quizá lo hizo en los primeros años del segundo. Su difusión fue fulgurante y su éxito, sostenido en el tiempo, análogo al del Código da Vinci (horresco referens). No se puede decir que con él naciese la literatura profética, que ya lo había hecho en el ámbito de la Biblia, pero sí un género narrativo: el de la ciencia-ficción.

Conocemos el nombre de pila de su autor, aunque no, con certeza, los pormenores de su verdadera identidad, que no acaba de esclarecerse por más que hurguemos en ella. Hay investigadores que lo consideran uno de los cuatro evangelistas y, en consecuencia, uno de los doce apóstoles. Está por ver. No es seguro ni imposible que lo sea. Lo que sí sabemos a ciencia cierta es que el libro se concibió y escribió en una pequeña isla griega, cercana al litoral de Turquía: Patmos. Se acabó el misterio.

O no, porque quizá Juan, el supuesto y legendario autor, era mero transcriptor de un texto dictado por una voz inaudible que le llegaba desde el más allá y, simultáneamente, desde el nosce te ipsum, desde la mismidad, desde el más acá, desde el fondo de su sobrehumana lucidez. Lo que en él se contaba con aplomo implacable e inapelable contundencia tenía mucho de revelación y otro tanto de iluminación. Separémoslas. No es lo mismo la una que la otra. Esa errónea sinonimia, pragmática confusión y volitiva superposición alimentada por los exégetas es lo que distingue al budismo de las tres religiones del Libro. Abraham, Jesús y Mahoma fueron objeto y sujetos pasivos de una Revelación; Buda, bajo el árbol del bo, fue protagonista activo de una Iluminación. O eso es, al menos, lo que los unos y los otros nos han contado.

«Quienes han recibido la marca de la Bestia perecerán de una úlcera repugnante y maligna»

Ya habrán adivinado ustedes que hablo del Libro del Apocalipsis, último en el orden cronológico de los evangelios incluidos con calzador en el Nuevo Testamento y en el Canon por los obispos de los concilios de Nicea y Calcedonia pese a tratarse de un texto en puridad herético por ser de clara filiación gnóstica. Pero no nos metamos hic et nunc en tales dibujos ni tampoco vayan a pensar que si menciono el Apocalipsis, con a mayúscula, es por sumarme al coro chillón de los grillos, los batracios y las cigarras que tocan ese palo a impulsos del terror milenarista suscitado por la pandemia, la maraña de Internet, el caballo de Atila de la globalización, el renacimiento del comunismo, el recrudecimiento del consumismo y la incertidumbre del porvenir, que quizá no venga nunca.   

Hace cosa de una semana fui entrevistado para un programa de libros que emitirá Movistar y la periodista encargada de hacerlo me pidió que eligiera y aconsejara una obra distópica entre las muchas que desde el Gilgamesh y el Génesis han figurado en el elenco de la literatura. Mi respuesta fue inmediata. No cité, como mi interlocutora seguramente esperaba, el 1984 de Orwell ni el Mundo feliz de Aldous Huxley, ni la Utopía de Tomás Moro o La Ciudad del Sol de Campanella, sino, precisamente, el Libro del Apocalipsis, también llamado de las Revelaciones, al que esta columna se refiere.

La lectura de esa obra, que es un bestseller permanente, como lo fue durante toda la Edad Media en nuestro país gracias a la espléndida versión en códice miniado que de ella hizo el Beato de Liébana, me parece preceptiva en una etapa de la historia del mundo como la que empieza ahora. Aviso de que no será empeño fácil para el común de los lectores, ya que se trata de un texto polisémico a más no rabiar y plagado de símbolos herméticos que se prestan a toda clase de interpretaciones tan enrevesadas como, a menudo, contradictorias. Pero ya dijo Antonio Machado en uno de sus poemillas filosóficos: «Oscuro, para que todos atiendan, / Claro, como el agua, claro, / para que nadie comprenda». La oscuridad, como bien sabía el sapientísimo Eugenio d’Ors, mueve a la atención y es, por ello, cortesía del autor hacia el lector.

Quien lo pregunta no es un negacionista ni un afirmativista, sino alguien ‒yo‒ que, acogiéndose al principio jurídico del in dubio pro reo, se ha puesto ya las tres vacunas

Me he extendido más de la cuenta… Tendré que dejar para futuras columnas el porqué de la atención que hoy presto en ésta al Apocalipsis de Juan en Patmos. No ha de faltar ocasión, pero valga una muestra. Cito a través de un artículo de Juan Manuel de Prada incluido en su libro Enmienda a la totalidad (Homo Legens, 2021) y titulado La marca de la Bestia. En el Apocalipsis (13, 17-18) se nos habla de un distintivo que los hombres ‒«pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y siervos»‒ se colocan «en su mano derecha o en sus frentes, de manera que ninguno pudiese comprar o vender, sino el que tuviese la señal». 

¿Les suena?

Y más adelante… El Apocalipsis (16, 2) añade que «quienes han recibido la marca de la Bestia perecerán de una úlcera repugnante y maligna (una enfermedad arrasadora) cuando el primer ángel derrame su copa, desatando una plaga que anuncia la derrota del Anticristo».

Lo de la úlcera y sus dos adjetivos es literal.

Todo esto, y lo que en otras entregas comentaré, da que pensar, ¿no? Un poquito, al menos. ¿Cómo es posible que hace casi un par de milenios surgiera en el otro extremo del Mediterráneo un chalado de mirada extraviada capaz de adivinar y codificar tales cosas con tanta antelación y precisión?

Quien lo pregunta no es un negacionista ni un afirmativista, sino alguien ‒yo‒ que, acogiéndose al principio jurídico del in dubio pro reo, se ha puesto ya las tres vacunas y se pondrá cuantas menester sea, pero no tiene ni tendrá nunca el código QR… Por si acaso, Señores de las Moscas, y porque, además, al carecer de esmarfón o cómo se llame eso, carezco de soporte en que llevarlo. ¿Para qué debería hacerme con uno si jamás aprenderé su intríngulis? Tarea más que imposible sería eso con estos dedazos que Dios me ha dado y que bastante hacen con teclear aquí. La tecnología me ha convertido en un paria, en un minusválido, en un excluido social… 

Más vale que me vaya a un convento. Morir habemus. Una paguita, por el amor de Dios. 

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