A ojos del niño que ve la madrugá por primera vez el Gran Poder carga su cruz, allí mismo, camino de la muerte. La espera, que es toda su infancia, se salda en una esquina cerca del arco del Postigo. Es una calle oscura y estrecha, como casi todas las del centro, con pocos bares pero todos llenos, quizá porque la única manera de sacudirse el frío húmedo que trae el Guadalquivir a estas horas sea apelotonarse ante una barra.
Un rumor lejano anuncia que está muy cerca y luego un ssshhhh acalla los últimos murmullos. Al fin, el silencio sacia su anhelo más profundo forjado durante años en las cintas VHS con Lo mejor de la Semana Santa: ver de cerca al Señor de Sevilla.
Ahora es de verdad, lo tiene delante. Jesús del Gran Poder, majestad barroca y sencillez nazarena, carga su cruz rumbo al calvario. La sombra proyectada en la pared le convence de que el Gran Poder camina de verdad y el Gólgota aguarda fuera de las murallas de Sevilla, esa noche, Jerusalén de occidente.
Una saeta rompe el silencio. Alguien se atreve por Manolo Caracol:
Los pinceles al lienzo
no hay un pintor que traslade
la plaza de San Lorenzo
ni la carita del Gran Poder
en tan profundo y hondo silencio.
Ay, levantadlo del suelo
y mecedlo, por Dios, mecedlo
en tan profundo y hondo silencio.
En verdad el nazareno camina entre dos silencios: el del Jueves Santo que acaba de morir y el Viernes que le espera para entregar su espíritu a la hora de nona. En los bares los camareros apagan la luz y el murmullo se hace silencio infinito. El prodigio esculpido por Juan de Mesa avanza con la dulzura imperial del elegido, Rey de Reyes, y ese niño, que hoy descubre la civilización, lo será para siempre cada vez que vea caminar al hijo de Dios.
De todo esto se acuerda treinta jueves santos después mirando por la ventana de la habitación 316 del Hospital Virgen del Rocío. Enfrente, y no muy lejos, se mecen las palmeras de la avenida bajo los últimos rayos de la tarde. Esta noche, qué distinta madrugá, rezará al Gran Poder en la distancia, al que pedirá por su hijo atrapado en la estación de penitencia más larga, la de oncología. Y aunque tiene solo siete años ya es más cofrade que papá, pues ha advertido a los médicos que esta noche, se pongan como se pongan, la pasará como el Gran Poder: vestido con la túnica de nazareno.