Uno ha oído toda la vida a personajes de derechas e izquierdas decir que «la política es el arte de lo posible», pero con un matiz diferenciador tan marcado que es como si dijeran cosas, no ya diferentes, sino opuestas, al menos en la intención. Para la derecha ha sido, sobre todo, una hoja de parra con la que cubrir su impotencia, mientras que para la izquierda es una advertencia a la derecha para que siga siendo impotente.
Porque la izquierda no cree que la política sea el arte de lo posible, al contrario: es, precisamente, el arte de lo imposible. Si no, no tiene gracia. Se habla de la derecha posibilista, pero toda izquierda es esencialmente imposibilista. La izquierda sabe que el papel lo aguanta todo, también el papel en el que se publican las leyes, y su misión autoimpuesta es la misma que se predicaba en el París de mayo del 68, el realismo de pedir lo imposible.
No aburriré al lector, por sobradamente conocidas y comentadas, con la lista de las imposibilidades lógicas, biológicas o materiales codificadas en nuestras leyes por la izquierda, muchas de las cuales constituyen el corpus de lo que hoy se conoce como doctrina woke. La izquierda es, de hecho, mucho más que la rebelión contra un régimen, la rebelión contra la realidad, contra la naturaleza de las cosas.
La derecha está en el extremo opuesto, en un exceso de timidez, una obstinada determinación de no cambiar nada de lo que la izquierda tenga a bien entregarle ocasionalmente para que lo administre. Su dios es el compromiso, pero este entendido de un modo retorcido y masoquista, como si lo conseguido de un reparto fuera mejor que lo logrado por conquista. No es conformarse con la parte sino se puede lograr el todo, sino preferir en el fondo la parte al todo.
Pero el mal ha avanzado hasta tal punto, es tal el marasmo social de nuestra España, que se hace necesario una derecha de izquierdas, por así decir, de derechas en los principios pero de izquierdas en la autoestima y la osadía. ¿Se acuerdan de eso tan tonto de “yo soy conservador en lo económico pero progresista en lo social? Bueno, pues lo que necesitamos es una política conservadora en los principios e izquierdista en los métodos y en la resolución.
O, si se prefiere, necesitamos líderes con un toque de locura, dispuestos a meter mano a las vacas sagradas de la izquierda y a desmontar todas esas iniciativas e instituciones que hasta ayer por la tarde eran impensables y hoy se pretende que son inamovibles. Alguien que no sólo no se amilane ante campañas feroces contra su imagen, sino que se crezca con ellas, que se alimente de la injuria progre. Alguien capaz de cargar con contundencia y cierta inconsciencia contra lo que nos presentan como intocable. Alguien como Trump, capaz de convertir un insulto -«deplorables»- en un título de honor.
O como Milei. No soy de la secta del argentino ni él es santo de mi devoción, pero tengo que descubrirme con su inmaculada ausencia de complejo. Lo que le hace único no son ideas disparatadas como cerrar el banco central o dolarizar Argentina (no ha hecho ninguna de las dos cosas), sino negar la mayor, la premisa tácita en el trato político: la superioridad moral de la izquierda. No, los zurdos son peores, en todos los sentidos. Decirlo en alto ya era catártico cuando lo hacía desde una tertulia de televisión; decirlo desde la Casa Rosada es un gloria.
Sospecho que cuando se habla de «la batalla cultural», la mayoría se fija en ese «cultural» y olvidan lo de «batalla». Pero Milei ha cargado como un húsar alado, con el sable desenvainado. Y ha hecho sin aparente esfuerzo lo que le pronosticaban imposible: cerrar institutos contra la discriminación, elimininar el Ministerio de la Mujer, negarse a firmar tratados internacionales que contengan morralla progre, retirarse, como ha prometido hacer Trump, de la Cumbre del Clima, al tiempo que la denunciaba como instrumento ideológico, votar en la ONU contra una resolución protegiendo los derechos de los pueblos indígenas… La lista es larga.
Y ese es su encanto, que tiene la voluntad política de la izquierda mezclada con un absoluto y explícito desprecio a sus principios. Sólo algo así, sólo alguien dispuesto a darle una patada al tablero del mandarinato político puede sacarnos, o empezar a sacarnos, de este marasmo.