Las imágenes que nos llegan del Reino Unido, además de conmover, generan una cierta admiración; una pequeña y sana envidia. Ver al laborismo de forma unánime loar a la Reina Isabel o ver bajar la cerviz en señal de respeto a la independentista escocesa Señora Sturgeon son imágenes que ojalá las tuviéramos en España.
Los funerales por la Reina Isabel II nos obligan también a rebobinar y recordar, o volver a ver, las imágenes de la abdicación de Juan Carlos I y la coronación de su hijo, del rey Felipe VI. Nada que ver, que diría un castizo, nada que ver.
El problema de los símbolos nacionales se arrastra en España desde finales del siglo XIX cuando la mayoría de la izquierda, entonces partidaria de la nación, la abandona por un internacionalismo obrerista
La abdicación fue un acto feo y administrativo sin discursos, y la coronación un acto político-administrativo sin boato y sin ninguna presencia de líderes internacionales. Ni siquiera vinieron los parientes de otras casas reales. Una situación bastante insólita. Esta renuncia a montar el cuento de hadas -uno de los grandes atractivos de las monarquías- fue todo un síntoma de los complejos con los que tratamos las cosas que nos unen. O más bien, los complejos que tienen muchos de nuestros líderes políticos con los símbolos nacionales.
No se quién estuvo en el diseño de aquellos actos, porque de un Gobierno tan timorato como el de Rajoy cualquier cosa se puede esperar. Hay que recordar que la monarquía representa cierta permanencia, lo perenne de nuestras instituciones, y tiene que estar por encima de los “estilos” gubernamentales. Cosa que no pasa tampoco, por cierto, en el trato que da Sánchez a la corona: sometida a sus caprichos y a unas formas de actuar condicionadas por los podemitas.
El problema de los símbolos nacionales se arrastra en España desde finales del siglo XIX cuando la mayoría de la izquierda, entonces partidaria de la nación, la abandona por un internacionalismo obrerista. Hay que recordar que los liberales eran denominados ejércitos nacionales durante las guerras carlistas. El liberalismo y la progresía del XIX eran fundamentalmente nacionales, buscaban construir la nación española.
La derecha, al asumir tardíamente, en el último tercio del siglo XIX, el concepto de nación refuerza los símbolos frente al abandono entonces, o repudio en muchos casos, de la progresía de izquierdas. Los símbolos se someten a eso tan hispánico del “no es no” o a la ciega tan propia de nuestra vida política de hoy, de ayer y de antes de ayer… Baroja, de forma elocuente, denunciaría que “nos fallaron las estatuas”. Tampoco ayudó la radicalización de una gran parte de la izquierda española de entonces hacia un internacionalismo obrerista que lógicamente denostaba la nación.
La monarquía día a día hace recordar a los políticos que los españoles estamos unidos, y que las diferencias y desuniones son coyunturales y muchas veces producto del artificio político
Pero esto son cuestiones teóricas. Los símbolos nacionales constitucionales hoy están mucho más asentados entre la ciudadanía, incluso en territorios en principio hostiles como Cataluña y País Vasco que lo que nuestras élites políticas reconocen. Pero esas élites políticas y periodísticas, anclados en ese rechazo a los símbolos como viejos izquierdistas románticos, son extremadamente influyentes o los políticos extremadamente sensibles. Un ejemplo que ilustra lo que quiero decir lo tenemos en Pedro Sánchez quien cuando llegó a la secretaría general usaba la bandera nacional en sus mítines pero -de nuevo las élites- dejó de hacerlo cuando le criticaron.
La monarquía día a día hace recordar a los políticos que los españoles estamos unidos, y que las diferencias y desuniones son coyunturales y muchas veces producto del artificio político. Actos esenciales de la institución como son una abdicación y una coronación son oportunidades únicas para incidir en lo que nos une y prestar un gran servicio a nuestra nación.
Una monarquía moderna quizás no debe hacer ostentaciones, en particular en su vida diaria y en sus ocios. Hoy, nuestros reyes ni cazan, ni apenas navegan. Tampoco hacen uso de los palacios reales como lo hace la corona británica. Entiendo que es difícil, y más en un país con una larga, pero muy entrecortada, tradición monárquica, encontrar el equilibrio en hacer interesante y popular una institución y no caer en la repulsa popular por los excesos. Pero una abdicación rápida y mal explicada, y una coronación casi con nocturnidad y de espaldas al mundo no creo que sea la solución. Se acerca demasiado a la sucesión en la jefatura del estado que tendría un presidente republicano. La ocurrencia tan manida en la prensa de tener un rey republicano es simplemente una majadería y además no presta ningún servicio a los españoles.