«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

Una generación de supervivientes

18 de abril de 2025

En mitad de su clase, un acceso de curiosidad embarga al profesor. Acaba de explicar que el Renacimiento es una época optimista, llena de confianza en los progresos de la razón, y se le ocurre preguntar a sus alumnos cómo se ven a sí mismos. El improvisado sondeo arroja un resultado inquietante: la mayoría de los chavales tiene una visión sombría del futuro. En plena adolescencia, pletóricos de hormonas en ebullición y de desbordantes energías vitales, creen sin embargo que lo lógico es que todo vaya a peor. Su mentalidad apenas difiere de la del anciano desengañado por los reveses de la vida o de la del maduro hipocondríaco que ya sólo anhela el hermético refugio de un caparazón. Bajo el oscuro prisma de sus presagios, se disponen a salir al mundo con el espíritu desaborlado por un tumulto de aprensiones.

¿Quién los ha hecho así? La pregunta casi no necesita respuesta. Nosotros, por supuesto. Somos nosotros, sus mayores, quienes hemos engendrado esta generación carente de ilusiones, escéptica, prematuramente desencantada. Somos nosotros quienes, al sucumbir al clima de derrota que no ha dejado de propagarse a nuestro alrededor durante las décadas recientes, hemos sido incapaces de infundirles algo distinto de un rudimentario deseo de sobrevivir.

Sí. Hemos creado una generación de supervivientes, jóvenes criados en el miedo, familiarizados desde niños con una especie de muda desesperación que no les depara otra expectativa que un horizonte grisáceo, un porvenir sin lustre. Pero sobrevivir no es lo mismo que vivir. Es aceptar una existencia disminuida. Es languidecer en la renuncia a todo propósito de grandeza y a todo proyecto a largo plazo. ¿Cómo culparles ahora de que hayan elegido vivir ensimismados, atornillados al instante, desplazados hacia el interior de sus dispositivos móviles, vueltos maniáticamente hacia los abismos de sus hipermundos digitales?

En consonancia con el hábil manejo del terror acreditado por nuestros gobernantes, no hemos sabido inculcar en nuestros hijos más que los tristes resabios de un saber mezquino. Les hemos traspasado nuestros miedos, una verdadera montaña de miedos creada y alimentada por los medios de comunicación. Todo a su alrededor nos parecía contener un principio de amenaza. Los hemos apartado de las calles, donde sigue palpitando la esencia de todo aprendizaje veraz, y los hemos dejado vagar a su antojo por el vasto espectáculo de atrocidades que les ofrece Internet. Han crecido expuestos al veneno de las ideologías demenciales que han podrido nuestra sociedad y aniquilado cualquier sentimiento de pertenencia comunitaria. La siembra en ellos del mismo estado de inseguridad global que ha puesto patas arriba nuestra convivencia, los ha convertido en seres medrosos que prefieren vivir ovillados entre los incesantes espejismos que les ofrecen las pantallas de sus móviles a enfrentar la convulsiones inherentes a la búsqueda de una existencia plena.

No tenemos derecho a afearles que hayan renunciado de antemano a la gran luz del mundo, a los mil tesoros ocultos entre los pliegues de los días que están por venir. Porque para ellos (pequeños conejillos de Indias cuando la pesadilla del confinamiento, permanentemente alarmados por los profetas del cambio climático y los agoreros de las guerras inminentes, confundidos por los ingenieros sociales que socavan los vínculos familiares y decretan el borrado de las identidades básicas, estafados por la jerga falaz de ciertos pedagogos que minan sus ansias de superación y, con ello, vuelven imposible el cultivo de la confianza en sí mismos) el mañana no puede ser sino un enclave inhóspito, un lugar funesto en el que sus vidas acabarán recubiertas de un espesor amargo.  

Para que una sociedad avance es imprescindible una buena dosis de fe en el futuro. Es necesaria la creencia en que el esfuerzo colectivo redundará en un ensanchamiento de la prosperidad material y en un perfeccionamiento de las virtudes cívicas. El profesor que se interesa por el estado anímico de sus alumnos no acaba de detectar ese depósito de confianza en los rostros de los chavales que tiene delante. Piensa entonces si serán el producto de un sistema que los ha moldeado así para desmovilizar sus energías y transformarlos en testigos indolentes de lo que otros van a hacer con sus vidas. La tarea que nos acucia es ayudarlos a reponerse de esta pesadilla letárgica. Debemos focalizar nuestros esfuerzos en intentar que despierten, sin falsas ilusiones pero también sin miedos ni desencantos anticipados, a la realidad del mundo que les aguarda. Un mundo no sólo plagado de brutalidad, incertidumbre y asperezas, sino también lleno de las incontables maravillas que alimentan nuestra dicha de estar vivos. Un mundo, en todo caso, que sólo ellos están llamados a forjar.   

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