La propaganda gubernamental no se queda en detalles y trata de responder al desastre de Valencia apuntalando el marco general de dos maneras: el cambio climático y la desinformación.
El primero tenía hasta ahora la ventaja de la ciencia, pero la desinformación deja de ser un asunto exclusivamente moral, periodístico o filosófico y entran de lleno las batas blancas.
En El País entrevistaban hoy a una neurocientífica que ha estudiado el cerebro de los aspirantes a yihadistas y de los votantes de Vox. Los sometió a escáner en el acto fascista de emitir un bulo.
Es el paso siguiente: que nos llenen de cables la cabeza y nos hagan retuitear, no sé, a Vito Quiles.
Yo ya les digo lo que siento: placer. Mi cerebro se ilumina como Las Vegas de noche vista desde un avión.
Por ahí van los tiros. Tras el gorrito de plata, la gorra de sensores. La neurocientífica, de nombre Clara Pretus, y por supuesto de la Universidad Autónoma de Barcelona, pide en nombre de la ciencia regulación y consecuencias para la «difusión de desinformación». Que haya «consecuencias legales» para «crear un entorno informativo saludable».
Si las pide un machaca del gobierno no queda tan bien, pero aquí hablaba la Ciencia.
El esquema nos suena. Resonancias (magnéticas también) del viejo Comité de Salud Pública. Hay que lograr la salud del pueblo desinfectando el específico ámbito de la información. Está lleno de «toxicidad» emitida por personas patologizadas cuyos cerebros funcionan de un modo particular.
Como desde un punto de vista jurídico el asunto es abominable, han de recurrir a La Ciencia que es, ya lo vamos sabiendo, la gran habilitadora de vías de excepción. Es la Ciencia contra el Derecho. El Estado ha de penalizar al que lleve o traiga desinformación, al que trafique con ella. En la época de las legalizaciones, hay sustancias intelectuales prohibidas.
Se mezcla la ecología (el cuidado del medio) con el antifascismo. El fascismo brota, nos dijeron. Es un verbo natural, propio de una hierba, de una mala hierba. Aunque podría ser un vertido, un manantial tóxico, o una seta venenosa que surgiera de la arborescencia neuronal de cerebros distintos o al menos en un determinado estado psicosocial.
Ese algo «tóxico» que contamina el medio
viene producido por fascistas o radicales o, dicho con condescendencia científica, personas con pautas atípicas de socialización y esas personas, así lo dice la neurocientífica, son utilizados por «agentes del mal», que es una categoría sorprendentemente nada científica.
La ideología del antifascismo (la policía sanitaria demoliberal) vuela a lo pseudorreligioso, al sumo maniqueísmo de los polos: los buenos (los que nos damos indiscriminadamente Premios Ondas) frente a los malos. Que a lo mejor no son todos malos sino tontos, lelos, infelices, simples bobos dirigidos por los auténticos malos. Los malos infectan el cerebro de anormales o cretinos que producen fascismo cognitivo que el gobierno ha de limpiar con leyes. La propaganda ya no se basta.
La higienización del sistema informativo a la larga tendrá el efecto de una gran depuración, como las campañas de vacunación. La verdad política y científicamente aceptable no puede verse «intoxicada» por lo que produce Twitter. En la toxicidad humana, aunque sea intelectual (lo humano contaminante) hay ecos del racismo biologicista convertido ahora en una especie de supremacismo epistemológico. El viejo progresismo ya buscaba en la frenología, el estudio de los cráneos, la manera de mejorar la sociedad. Ahora se miran por dentro.
Puestos en observación como ratones o como chimpancés, nuestros cerebros manifiestan una extraña electricidad ante lo «tóxico». Algo tendrán que hacer con nosotros…