A veces pareciera que justificamos la existencia de la Iglesia porque hace cosas buenas: dar de comer al pobre, cuidar del enfermo, etc. Pero eso es solo la consecuencia natural de su ser. La Iglesia no es buena porque haga cosas buenas. Aunque nada de todo eso hiciera, seguiría siendo vital y necesaria.
Del mismo modo que la misa no es buena cuando mola y se acerca al pueblo llano. La misa es un bien en sí misma, y somos nosotros quienes tenemos que acercarnos a ella con el debido respeto. No está para que el católico medio pase un rato distraído el domingo, sin demasiados agobios, antes del aperitivo. La misa tiene una misión principal que es dar culto a Dios. Y para todo lo demás te puedes ir a la Gran Vía madrileña a ver el Rey León, que seguro que está muy bien.
Si los sacerdotes en las homilías dicen lo mismo que cualquier asociación de amigos y vecinos unidos contra la pobreza y la desigualdad, la gente acabará yéndose a las asociaciones, porque además reparten canapés y, si encima ligas, hasta podrás tener un rollito. La misión de la Iglesia no es salvar el culo a los teóricos de la extinción del planeta, sino salvar el alma de los ocho mil millones de personas que sufren a esos teóricos.
La Iglesia puede emprender el estúpido camino de la autodestrucción, por el que transitan ya demasiados católicos, asumiendo como irrenunciables los dogmas mundanos con respecto a la familia, a las personas con AMS, a la comunión de los divorciados, etc, o puede ser valiente y fiel como lo fue Jesucristo y ocuparse de la salvación de las almas más que de poner a salvo su propia reputación.
El rumbo que parece haber tomado una parte importante de la Iglesia, jerarquía incluida, es tan estéril que el único fruto visible y constatable son las reuniones sobre reuniones de gente reunida que sólo sirven para marear la perdiz. Tan estéril es el rumbo que, después de casi un siglo de la gran crisis, abundan los solterones sin clergyman, las solteronas con hábito o sin él, que no saben si iban para madres o para dueñas de siete gatos, los colegios de los que no ha salido ni una sola vocación en décadas y los seminarios que más parecen pisos de estudiantes, tristes y grises, donde te enseñan a ser el perfecto pusilánime que tanto necesita nuestro Ministerio de Igualdad.
Estoy bastante hartito de monjas tiktokeras que utilizan el hábito para conseguir una relevancia que sin él sería demasiado ínfima para su ego. Y lo utilizan para decir tonterías y confundir a algunos que acabarán, igual que ellas, tontos y alejados de la Iglesia. Y lo mismo me pasa con sacerdotes cantarines, bailarines y colorines que parecen haber olvidado cuál es su vocación, o peor todavía, ha quedado flagrantemente al descubierto. ¡Cuánto mejor hubiera sido que se inscribieran en una escuela moderna de interpretación y artes escénicas y no en un seminario!
Pueden parecer las mías palabras muy duras pero lo grave del asunto es que se limitan a describir la realidad. No son más duras que las que Jesucristo, a quien ahora quieren convertir en un hombre suave, delicado y sensible, dirigía a personas y colectivos (palabra tan de moda ahora) en el Evangelio. Igual que hicieron sus discípulos.
Así que a los amantes de las palabras mesuradas, las opiniones moderadas y los tonos sosegados, los invitaría a largarse al Tíbet a meditar y a buscar el nirvana, ¡quién sabe si allí descubren que a quien están siguiendo es a Buda y no a Jesucristo!