La coincidencia de la ola de calor y la semana LGTBI provoca un solapamiento en el calendario de festejos. La reivindicación alfabética se una a la del cambio climático, que politiza totalmente el calor y las dos cosas, de alguna manera, se hacen coherentes en el desfile-destape del Orgullo con la reivindicación de la tecnología del abanico.
Esta semana se celebraba además el veinte aniversario de la aprobación del matrimonio llamado igualitario, que «cambió España y nos hizo más decentes», en palabras de Zapatero, premiado por su audacia legislativa con la Gran Cruz de San Raimundo de Peñafort. Ignoro si del santo se conservan reliquias; de ser así, alguien debería comprobar que no estén contorsionando en la vitrina.
Siempre se celebran cinco, diez, veinte años, lo que resta sinceridad a las celebraciones. Con razón escribió Vila-Matas Para acabar con los números redondos.
A los diez años del matrimonio gay se habían casado en España 31.610 personas; a los 20 años, 75.561, lo que significa un aumento en los matrimonios gais.
Una experta decía estos días en El País que la institución venía del «sumidero heterosexual» por lo que ahora se «resignifica».
Al parecer, la tasa de divorcios, disparada entre heteros, es menor en estas uniones, y mayor entre las lesbianas que en los homosexuales, lo que quizás revela algo sobre la propensión de cada sexo.
Toda la vida criticando el matrimonio como cárcel de mujeres e instrumento de dominación, y ahora es el gran triunfo de la España progresista. ¿Cómo libera una cosa que subordinaba?
El matrimonio era yugo, ahora es yunta.
Los efectos reales, sin embargo, invitan a la moderación. En 20 años, se han casado en España 150.000 personas gais. Después del COVID ha habido un repunte, pero la cifra estaba en unos cinco mil matrimonios al año, diez mil personas casadas, más o menos las que viven en Brunete. Es el número de personas federadas en bádminton.
La institución cumbre del progresismo español (junto a la comunidad autónoma) afecta a muy poca gente, aunque tiene un gran poder simbólico. El enorme coste social de poner alguna objeción a algo con tan poca proyección real no compensa, razón por la que es cuestionable como causa política.
Feijoo escribía hace unos días su felicitación del Orgullo: «No se puede discriminar a nadie por amar a quien ha elegido amar», y se le criticó ese reduccionismo tan de Zerolo. «El amor no se puede recurrir porque siempre vence» decía Zerolo a los del PP cuando recurrían. Dos décadas después, dos números redondos, Feijoo habla en zerolés.
A algunos gais les molesta que les reduzcan al amor. A medida que lo gay se instituye, se hace más difícil de definir. Esta misma semana había una noticia sobre el aumento (el doble) de enfermedades de transmisión sexual en el País Vasco, «especialmente entre hombres que tienen sexo con hombres», igual que los primeros casos de viruela del mono no afectaban a gais sino a «hombres con hombres».
Un gay ya no es exactamente el hombre que tiene relaciones sexuales con un hombre, ni es el que ama a un hombre. Tampoco el hombre que tiene inclinaciones homosexuales en el ámbito de la Iglesia o de índole pedófila, excluidas siempre de la categoría. Es más bien una declaración. Una identidad, una identificación. Una especie de angelismo proclamado. Pero tan potente que su institución estrella, la gran ampliación de derechos, el matrimonio que sirve para ‘invadir’ Hungría o justificar bombardeos es una institución rara en España que de media ha venido afectando cada año a un número de personas similar a la población de Cercedilla. La gente del mismo sexo que se casa cabría en un municipio de la sierra. Si nos pusiéramos utilitaristas, el beneficio social que provoca, medido como la suma de utilidades favorecidas, es menor que la ganancia política y simbólica. En realidad, más que para usarlo, el matrimonio gay está para enseñarlo en los colegios.