Esta semana el Partido Popular ha impedido que la portavoz del grupo juvenil Revuelta, Elsa Almeda, participase en la Comisión de Juventud de la Asamblea de Madrid para exponer su trabajo de ayuda a los afectados por la gota fría en Valencia. Un trabajo que a muchos madrileños nos interesa, aunque la Mesa de la Asamblea opine lo contrario, por lo que sea. Este «por lo que sea» es una expresión que se ha puesto muy de moda y que a mí me gusta mucho utilizar. Por lo que sea. Más si tenemos en cuenta que el Estado, en cualquiera de sus administraciones, no ha funcionado. Por lo que sea, también.
Supongo que si no hubiera sido Revuelta sino las Juventudes de UGT, hubieran sido escuchados, canonizados y regados de subvenciones a perpetuidad. Nadie quería eso. Lo único que se pretendía era conocer cómo hay una parte de la juventud que sabe hacer las cosas —y si no las aprende tan rápido como sea preciso— partiendo de la nada, movidos y conmovidos por la extrema necesidad de los que de un día para otro no tuvieron ni siquiera agua para beber.
Las imágenes que pudimos ver en las redes, los que las vimos, fueron tremendas: cientos de personas en una nave perfectamente organizadas recibiendo mercancía y llenando camiones y furgonetas que salían ordenadamente para Valencia. Pero la cosa no empezó así. Elsa Almeda, recién graduada en ingeniería, me cuenta que la mañana siguiente del desastre al ver las noticias se juntaron seis amigos y decidieron hacer algo. Tenían un dilema, o se gastaban el dinero que tenían en alquilar furgonetas o compraban material. Gracias a Dios, alguien les prestó un local en San Blas que se convirtió rápidamente en un punto de recogida y lograron empezar a mandar cosas.
Pero la necesidad de colaborar no sólo había surgido en Madrid, desde distintos puntos de España se estaban poniendo en contacto con ellos. El local de San Blas se había quedado pequeño para el aluvión de ayuda que llegaba y «eso ya no era cuestión de furgonetas sino que ya era de camiones». Así es como la portavoz de Revuelta, a través de las malditas y fascistas redes sociales —esto no lo dice ella, lo digo yo en mi maldad— pone un tuit pidiendo si alguien les puede «dejar una nave en algún sitio».
Aclaro que la conversación que mantengo con Elsa es por audios de WhatsApp porque un mes después de la tragedia, ella todavía está trabajando en la nave de Arganda. De vez en cuando, escucho la voz de alguien que le llama, me pide un minuto y vuelve. Elsa habla con pasión, todavía no ha asimilado todo lo que ha pasado y me dice que necesita tiempo para recordar muchas cosas. Es imposible reproducir aquí muchos detalles que me ha contado. Y también es muy difícil trasmitir la emoción que siento escuchando sus audios. Elsa es de esas personas que no abundan, capaces de dar la misma importancia a la salida de un tráiler que al cartel hecho por un niño pequeño. Y yo eso lo valoro mucho.
Continuamos. Le escribe un señor que se llama Alfonso y pone una nave en Arganda a su disposición. Es alucinante. Sin más. No vivimos en un país tan repugnante, ¿no? Así, la nave de Arganda se convierte en el punto logístico sobre todo para toda la zona norte de España. Los de la zona sur iban directos a Valencia. Esta nave también se les queda pequeña y tienen que coger otra cercana que, gracias a que era puente, no pasó nada porque tuvieron tres días bloqueadas esas calles.
Mientras Elsa me cuenta esto con las interrupciones que le requiere su trabajo en la nave y con toda naturalidad, a mí me vuelve constantemente a la cabeza que la mañana del 30 de octubre seis amigos se levantaron pensando qué hacer con el dinero que habían juntado, si invertirlo en material o en furgonetas.
Llegaron a tener entre las dos naves unas dos mil personas trabajando. Al principio se necesitaba de todo, cosas básicas —ropa, comida, agua— y luego ya todo se complicó más, como llevar insulina en furgonetas refrigeradas, algo que desconocían por completo.
Es en esta fase, en la que se están pidiendo en las redes necesidades muy concretas, cuando su capacidad de sorpresa no da para más. Se encuentran una mañana una fila de coches interminable llenos de cosas recién compradas. Gente normal que había esperado a cobrar para comprar todos esos productos específicos necesarios en Valencia. Personas que se estaban quitando de su dinero para el mes y lo estaba donando a sus compatriotas que estaban sufriendo. Yo creo que esto había que contarlo, sí.
En la vida diaria de la nave, Elsa me cuenta cómo había mujeres que les llevaban bizcochos y hasta se llegaron a hacer paellas en la acera para dar de comer a los voluntarios que seguían trabajando hasta diez o doce horas diarias. En una ocasión estuvieron tres días seguidos —las 24 horas— sin parar. Cada uno hacía lo que estaba en su mano hacer. Los más fuertes podían estar en Valencia, otros en Madrid cargando camiones, otros organizando, otros haciendo carteles. El bar de la calle dio desayunos, comidas, cenas, de todo sin cobrar, y no hablamos de una cadena de restaurantes, sino de un bar familiar. Sin publicidad. Cada vez que salía un camión que llegaron a salir cada 15 minutos todos aplaudían. El conductor también era voluntario, asumiendo el gasto de combustible y el tiempo del viaje, ¿saben ustedes lo que significa para ellos esto? Mucho dinero. ¡Pues no seremos un país tan asqueroso como pretenden algunos!
De los que fueron a Valencia, entre otros, César, Pablo y Pau, que salieron inmediatamente para la zona cero, según llegaron a Catarroja contaban que los vecinos les paraban la furgoneta suplicando agua. ¿Es normal que la gente tenga que acudir a unos voluntarios venidos de Madrid o de cualquier otro sitio suplicando agua? En lo que se refiere a la administración pública es todo tan horrible que merece una comisión de investigación de las de verdad, no de las de pega. La organización de Revuelta se instaló en Silla y desde allí llevó directamente la ayuda a todos los afectados posibles. Lo que ellos tienen que contar, lo harán.
Elsa es consciente de que ha vivido desde Madrid cosas maravillosas de amor y solidaridad, pero lo que ellos querían decir en la Asamblea de Madrid y donde los quieran escuchar es que lo que ha sucedido ha sido dramático más allá del fenómeno natural. Nadie puede evitar la caída de 630 litros por metro cuadrado, pero si un voluntario puede llegar allí con una botella de agua al día siguiente, ¿cómo es posible que no lo haga el ejército? Un mes después, con el corazón roto, no podemos olvidar ni perdonar lo que ha pasado en Valencia. Porque hoy valencianos somos todos.
Vale quien sirve. Usted puede ser la repera, pero si no sirve, no me vale.