«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Marcial Cuquerella (Cartagena, 1977). Ingeniero Industrial e Ingeniero Informático. Hermano, hijo, nieto y bisnieto de marino. Vinculado toda su carrera al mundo de los medios, fue director de Intereconomía de 2005 hasta 2014. Hoy inversor en empresas de tecnología y asesor estratégico en compañías de comunicación.
Marcial Cuquerella (Cartagena, 1977). Ingeniero Industrial e Ingeniero Informático. Hermano, hijo, nieto y bisnieto de marino. Vinculado toda su carrera al mundo de los medios, fue director de Intereconomía de 2005 hasta 2014. Hoy inversor en empresas de tecnología y asesor estratégico en compañías de comunicación.

Vestirnos de princesa

24 de febrero de 2021

Llevo unos cuantos meses intentando insuflar (para el “proponido” ministro Garzón: comunicar o transmitir ideas, estímulos o sentimientos) algo de esperanza en este panorama que comenzó para los españoles poco antes que la pandemia, maldita sea nuestra estampa, cuando el Partido Socialista se alió con todos los enemigos de España para apoltronarse.

Normalmente las personas a las que tengo que enfrentarme pertenecen al género femenino y de edad madura, tirando a muy madura. Abuelas vaya. Y eso es porque las abuelas son, por lo general, las únicas personas que tienen el tiempo las ganas y la bonhomía de saludar a uno. Lo recuerdo de un conocido político que, al hacerle la broma de que por la calle sólo le saludaban ancianas, me respondió muy serio «mi club de fans es muy amplio, pero sólo ellas son las que tienen el valor de pararme por la calle».

A mí personalmente me encanta, porque normalmente saludan usando el mismo protocolo conocido como el saludo «enhorabuena, cabrón». Son dos pasos: el primero es «enhorabuena por A, B, C», el segundo es «a ver si hacéis algo», sin llegar nunca a definir a quién se refiere con el “hacéis” o con el “algo”. Son como esa buena madre que no desaprovecha oportunidad para decirte que estás muy guapo pero que no te alimentan bien “allí”. 

España tiene su propia alma, que le hace distinta al resto. El alma española es ese intangible difícil de definir, que nos hace tan particulares, pero que como la belleza en cuanto se ve se reconoce

Digresiones aparte, la realidad es que no conozco un ejemplar más implicado políticamente que el de las abuelas… ni más valiente. Le dan por lo general demasiada importancia a “Periquito” como dicen ellas, y poca a los Bancos Centrales, pero ¿quién soy yo para decirles que no tienen razón, si yo no he pasado una transición política y casi no recuerdo el felipismo?. Pero tengo ya un argumento para cuando peor se pone la cosa, cuando ya no hay manera de hacerles ver que España es más grande que el “delmoño rojo”, las ha pasado peores, y ha salido de ello.

Suponga usted que España es una persona, que se mueve y que tiene vida propia. Sin caer el platonismos, estamos generalmente de acuerdo en que como persona se compone de alma, cuerpo y mente. 

Nuestras Fuerzas Armadas, la judicatura, la diplomacia, los funcionarios… no podríamos movernos o relacionarnos sin un cuerpo físico, y, en una nación, su cuerpo físico es el Estado

De la misma forma que el alma es lo que nos distingue de los animales, y entre nosotros, España tiene su propia alma, que le hace distinta al resto. El alma española es ese intangible difícil de definir, que nos hace tan particulares, pero que como la belleza en cuanto se ve se reconoce. Hay almas y almas, almas grandes y almas pequeñas. Almas nuevas y almas viejas, pero toda nación con alma es, en sí misma, una patria. Hay muchos países, pero no todos tienen patria. La patria es el alma de una nación.

El cuerpo obviamente es su estructura física. Los huesos, los músculos, la piel, los rasgos y características. En una nación, quien le da forma física al alma, a la patria, es el Estado. El Estado es todo aquello que le hace funcionar e interactuar de forma ordenada con ella misma y con el resto. Nuestras Fuerzas Armadas, la judicatura, la diplomacia, los funcionarios… no podríamos movernos o relacionarnos sin un cuerpo físico, y, en una nación, su cuerpo físico es el Estado.

Pero alma y cuerpo necesitan una dirección y un objetivo. Algo que les mueva y es dirija, les dé una misión diaria, les informe de dónde puede conseguir los recursos necesarios para seguir viviendo y cuide de ellos. La mente, la inteligencia, puede ser una ayuda poderosísima cuando está sana, pero si está enferma puede ser destructiva para el cuerpo (con enfermedades de todo tipo, autolesiones o incluso el suicidio).

El Gobierno puede ser demoledor para la nación, puede dirigir sus pasos a un precipicio, puede autolesionarse. Pero si el cuerpo es fuerte y el alma grande, lo puede soportar

Lo ideal para una nación, al igual que para una persona, es que alma, cuerpo y mente estén alineadas, equilibradas y busquen el mismo objetivo vital. Descubrirlo forma parte del proceso vocacional. Una mente bien formada puede darse cuenta de que con sus características físicas no será nunca campeón de los cien metros lisos, pero puede perfectamente ser un gran nadador. Un gobierno que no esté alineado con la patria y el Estado puede ser muy perjudicial para la nación, pero no lo es todo. 

A mis abuelas les trato de hacer ver que afortunadamente hasta ahora Estado y Patria están perfectamente alineados: nuestras Fuerzas Armadas son un orgullo, el Poder Judicial supone hoy la última barrera frente a los ataques internos y externos, la diplomacia tiene claros los intereses nacionales en el extranjero, los servicios de información, que son nuestros ojos, son de los más eficaces del mundo…

El Gobierno puede ser demoledor para la nación, puede dirigir sus pasos a un precipicio, puede autolesionarse. Pero si el cuerpo es fuerte y el alma grande, lo puede soportar. No eternamente, no para siempre, pero sí durante mucho tiempo. 

La clave, entonces, nuestra misión como patria (y algunos como Estado) es confiar en que somos suficientemente fuertes y no dejar de entrenarlas, y, llegado el momento, elegir un Gobierno que tenga claro quienes somos y cual es nuestra vocación, para que (por poner un ejemplo bobo) si somos hombres no nos quiera vestir princesa.

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