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Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

Vistas desde Otero

24 de enero de 2022

He tenido la suerte de hablar de poesía en la Noche Cultural que organiza la Escuela ISSEP de Madrid, especialmente receptiva a todo lo que no es política (pero sí). Para colmo de gozo, fue el 19 de enero, con lo que pudimos conmemorar por todo lo alto («de su alta aristocracia dudar jamás se pudo») el 75 aniversario de la muerte de Manuel Machado. Y seguimos: también celebré la poesía de Blas de Otero y me asombré —algo teatralmente porque sé las razones— de que no esté muchísimo más considerado. Ahora quizá sea el momento de reivindicarlo, ya que los jóvenes rojipardos, tan en boga en nuestro panorama cultural y mediático, enfrentan uno a uno los tópicos que han hecho de Blas de Otero un poeta maldito.

Allí los expuse como pude, pero aquí he recordado que escribí sobre eso hace 16 años en La Gaceta de entonces, antepasada de ésta misma. No estará mal traerme aquí aquel razonamiento como quien luce legítimamente un collar de la abuela. 

La falta de reconocimiento de Otero parece un misterio, porque el vasco, además de excelente poeta (lo que conviene para ser reconocido, aunque no sea imprescindible), cumple los requisitos para figura de culto: muy de izquierdas, criticó al franquismo y mantuvo unas tirantes relaciones con Dios.

Todo eso juega —secretamente— en su contra. Para empezar, es un tirón de orejas en la conciencia del progre actual. Frente a quien vive y escribe (o canta o actúa) como un señorito y, mientras tanto, cubre el expediente firmando manifiestos, formando manifestaciones y deformando el idioma con el neolenguaje, la poesía de Otero mantiene que un artista ejerce su compromiso en su obra: «los pobres del mundo con los que ya hace muchos años echaste tu suerte para no retroceder jamás».

Encima está España, que el poeta sintió hasta la médula, y que hoy produce sarpullidos a socialistas y a comunistas. Escribió dos libros cuyos títulos hablan por sí solos: En castellano (1959) y Que trata de España (1964). Desde luego, no ve uno a sus paisanos nacionalistas reivindicándole por muy de Bilbao mismo que fuese el hombre. Que encima, para vergüenza de demagogos, dejó dicho: «Ni una palabra / brotará en mis labios / que no sea / verdad. / Ni una sílaba / que no sea necesaria».

Por si no bastase, tocó sin reparos otros tabúes: la muerte y Dios. que nos dejan desnudos ante la trascendencia. «Todo es literatura / menos morirnos juntos» son dos versos suyos que abren las carnes. A Dios, a menudo, lo maltrata con un tono imprecatorio que roza la blasfemia. Pasa, sin embargo, que la blasfemia es una prueba de la existencia de Dios sensu contrario. Nadie increpa a Thör, Tutatis o Zeus. Su poesía es, pues, bestialmente religiosa y, lejos de un buenismo vaporoso y oenegero —que es el que perdonan—, coge por los cuernos el problema del mal y se plantea hondas cuestiones de conciencia.

Hay un neo síndrome de Estocolmo que hace que los conservadores admiremos profundamente a los rojipardos. Pesa también el añejo tic calvosoteliano de exclamar «antes roja que rota» ante las amenazas para la unidad de nuestra nación

Para remate, está su maestría como artesano, que saca los colores a cuantos poetas actuales se han instalado cómodamente en el «enter» a voleo del verso liebre [sic]. Otero nos recuerda que a la poesía hay que darle lo suyo: «La poesía tiene sus derechos. / Lo sé./ Soy el primero en sudar tinta / delante del papel».

Yo, que soy un güelfo blanco, exulto con Otero, así que no quiero ni imaginar cómo lo harán los rojipardos purasangre a poco que lo descubran. «Siempre la sangre, Dios, fue colorada» es un verso que les vale de eslogan, casi. Ellos también son marxistas, tampoco son acomodaticios, también aman a España, tampoco se conforman con los tópicos, también se exigen muchísimo en lo literario, etc. Incluso también tienen una irresistible (para ellos y para nosotros) querencia a la nostalgia, como Blas.

Hay un neo síndrome de Estocolmo que hace que los conservadores admiremos profundamente a los rojipardos. Pesa también el añejo tic calvosoteliano de exclamar «antes roja que rota» ante las amenazas para la unidad de nuestra nación. Yo creo que no hace falta tanto extremo. Se puede llegar a un consenso a un ni pa ti ni pa mí. O sea, rota, no, ahí estamos de acuerdo; pero roja, tampoco, para equilibrar en cesiones. Yo también estoy dispuesto a ceder en algunas cosas, por ejemplo, en mis relamidos resabios burgueses. Y así se pueden construir amplias zonas de entendimiento y colaboración, que es lo que España necesita en estos tiempos atribulados.

La poesía, porque se hace y se lee con lo mejor de cada cual, es especialmente propicia para la comprensión emocionada del diferente. Ya digo que ISSEP no da puntada sin hilo. Gracias a sus poemas auténticos, estremecidos, inolvidables, los tipos como yo podemos admirar profundamente a Blas de Otero, marxista, casi blasfematorio, completamente inconformista, antiburgués y rojipardo a rabiar.

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