Mi madre, —se va a enfadar otra vez— me dijo una vez que vi a un conocido empresario del Ibex al que yo hacía de derechas posando feliz con Zapatero, que hay gente que no tiene ideología o que la tiene en la medida en que la necesita: «Este es de él mismo». Tenía, como siempre, toda la razón. Desde que tengo hijos, antes de ser de derechas o de izquierdas, conservadora o liberal, republicana o monárquica, soy de Gonzaga y de Tristán. Luego soy católica y española. Y después ya viene todo lo demás. Los Derechos Humanos me importan mucho, pero en la medida en que tengo garantizados los de mis hijos. Cuando estoy tranquila respecto a su bienestar y su seguridad, puedo empezar a plantearme si se pueden cortar suministros a Gaza o si es ético no mantener ingentes envíos de dinero a Palestina para que los utilice mal. Esto no es egoísmo, es puro instinto de supervivencia, por mucho que la mayoría de occidentales lo hayan perdido.
Lo que estamos viviendo estos días por parte de la izquierda incapaz de condenar el terrorismo es, además de un asco, una especie de conspiración contra ellos mismos. Supongo que piensan que ellos son inmunes a los crímenes islamistas que sufrimos y sufriremos en Europa. Israel es un estado artificial, absolutamente. Es un estado militarizado, cosa que admiro aunque en él pasen cosas que con mi mentalidad de católica europea me cueste entender, como que cuando se producen ataques terroristas y suenan las alarmas, en algunas empresas sólo haya máscaras antigás para judíos. Lo que en un principio puede parecernos extremadamente racista a nosotros, que nunca anteponemos nuestros propios intereses a los de los demás, gracias a las políticas buenistas, tiene lugar en uno de los países más avanzados del mundo en cuanto a derechos de las mujeres y los homosexuales.
Israel es, a diferencia de Palestina, una democracia. Es aliado de Marruecos, país que deberíamos ver los españoles como nuestro peor enemigo. Lo arma, incluso. Pero bueno, nosotros también. Es lo que tiene que nuestro presidente sea el preso principal de Mohamed VI, aunque él no lo sepa. E Israel es, sobre todo, el tapón que contiene, literalmente, la barbarie que caería sobre Europa de no existir.
Los judíos son, además, nuestros aliados naturales en lo religioso —si todavía consideramos a Europa cristiana e incluso a pesar de que asesinaron a Nuestro Señor Jesucristo—. Porque al menos el judaísmo es una religión de paz. Asunto nada pequeño teniendo en cuenta que el terrorismo islámico no se produce por motivos políticos sino religiosos. Cuando degüellan a bebés o violan a mujeres infieles los miembros de Hamás, Hezbolá o el Estado Islámico están siendo buenos musulmanes. Cuando inmigrantes musulmanes celebran en las calles de Londres, París o Barcelona que se ha asesinado a casi mil judíos están celebrando que sus hermanos han cumplido con su mandato. Muchos de ellos, además, estarían encantados de pasarnos a cuchillo a todos los que los acogemos. En Israel no puede pasar que a un pueblo lleguen en una furgoneta soldados israelíes con el cadáver descoyuntado de una mujer violada y los otros ciudadanos escupan al cuerpo y les aplaudan. Es la diferencia entre las sociedades civilizadas y las que no lo son.
Los periodistas y líderes políticos que los defienden, como Yolanda Díaz, Ione Belarra o Miguel Urbán —aquel lumbrera de «hay gente que no ve otra salida que inmolarse»— no son antisemitas. Antisemita no significa lo que la gente cree. En todo caso les podríamos llamar antibabilonios, aunque teniendo en cuenta que personas a las que respeto mucho intelectualmente usan el término, estamos como para explicarles algo así a gente que vota a Rufián o a Otegi. Díaz y compañía con más bien nazis.
No soy sionista, como creo que acabo de dejar claro, y aborrezco las persecuciones ideológicas que en nuestro país han promovido algunas asociaciones judías contra políticos o historiadores que no aceptaban religiosamente su relato de cualquier asunto. Pero en esta guerra estoy absolutamente del lado del Estado de Israel. No por motivos cursis como «la diferencia entre civilización y barbarie», «el verdadero soldado no lucha por el odio al que tiene enfrente, sino por el amor al que tiene detrás», por muy de Chesterton que sea la frase, o porque en las manifestaciones de apoyo a los asesinados por Hamás de estos últimos días se hayan cantado canciones que dicen «Si creo en Dios, nada he de temer».
Estoy del lado de Israel, porque yo, que he crecido en una familia en la que uno de mis padres tiene posiciones projudías y el otro propalestinas —no aclararé cuál es partidario de cada cosa para no darles disgustos— he sido siempre libre. Y tengo la intención y el deseo de seguir siéndolo. Pero para eso, Israel debe prevalecer.