Escribía Karl Mannheim en ‘Introducción a la Sociología del Conocimiento’ que «el ‘aquí’ espacial, y el ‘ahora’ temporal deben considerarse en toda situación en el sentido histórico y social, y deben tenerse presentes a fin de determinar de un caso a otro lo que ha dejado de ser necesario y lo que no es ya posible». Sabía el sesudo neokantiano que las transformaciones del mundo, tan violentas y tan rápidas, obligaban a discernir por supervivencia los cambios sociales y su impacto en la comunidad para tomar la decisión correcta.
Así sucede hoy con el llamado fenómeno inmigratorio. En la actualidad, existen sólo dos formas de confrontarlo social y políticamente.
Por un lado, aquellos que creen que la inmigración masiva y descontrolada debe ser tratada con las recetas de siempre, una combinación de lánguido humanitarismo, de solidaridad económica y de código mundial de fronteras. Aún dentro de estos, hay que distinguir los que promueven y subsidian el paquete de medidas trasnochadas porque se benefician de los efectos de la llegada masiva de esos «jovenlandeses» de nacionalidad celada y edad manipulada (las mafias, los estados extranjeros de origen y tránsito, las oenegés, los organismos internacionales, los intelectuales cobardes y los empresarios sin escrúpulos y sin sentido nacional de las cosas); y los que, incapaces de otra cosa que no sea ceder y retroceder, cobrar y facturar y tener «buena imagen» pública, repiten sin cesar los mantras de la ley positiva y el humanitarismo negativo.
Por otro lado, están los que han advertido que la inmigración masiva y descontrolada y el negocio de esclavismo que a ella va incorporada constituyen el hecho social más relevante y característico de nuestro Aquí y nuestro Ahora, nuestra Patria y el presente de nuestros hijos. Los que saben que nuestro Aquí y nuestro Ahora están directamente amenazados por un multiculturalismo errático, una violencia brutal jamás conocida en nuestras calles, y una destrucción acelerada del orden social que anuncia la desaparición del mundo que conocemos tal y como lo conocemos. En este lado están los que se han liberado de ese humanitarismo vacío y falsario, y no tienen miedo a ser insultados o menospreciados en el espacio público; que tienen la valentía de arrostrar las consecuencias de ser profetas en su propia tierra e incluso ser arrojados al abismo, porque es necesario y es lo justo.
La inmigración masiva, promovida y subsidiada por la gobernanza multinivel, —una forma cualquiera de expolio de las clases medias y populares a nivel local, regional, nacional e internacional— amenaza la subsistencia de nuestras naciones, la convivencia en nuestras calles, la vida y la libertad de nuestros hijos e hijas, y la identidad de nuestras comunidades, su paisaje cultural, tradiciones e historia compartida. Cada espacio que se cede al extranjero no asimilado es un espacio que nuestros hijos o nietos habrán de recuperar con más riesgo y tenacidad. Al extranjero no se le pide que respete, sino que se adhiera positivamente nuestro modo civilizatorio.
No sirven a nuestro aquí y nuestro ahora las recetas de siempre. No sirven los convenios internacionales de continua cita, ni la normativa de asilo y refugio, no sirve el humanitarismo vacío cuando las oenegés vacían tus bolsillos y cientos de miles de nuestros compatriotas carecen de empleo, vivienda, esperanza o seguridad; no sirve una ley positiva hecha hace décadas cuando sólo unos pocos cruzaban la frontera hacia España; no sirve nuestro código civil de nación emigrante que favorece la adquisición fácil y en fraude de la nacionalidad española; no sirven los falsarios códigos éticos de la profesión periodística que cela el origen del victimario y oculta su edad; no sirven las exégesis injustas del Evangelio o de la Constitución y por supuesto no sirve la agenda globalista, que prendió la llama y sigue echando leña al fuego de los machetes, las violaciones en manada, las agresiones sexuales, el irrespeto a nuestra ley y a nuestra autoridad.
El mundo que conocemos es ya el mundo de ayer. Si Stefan Zweig hubiera paseado por las Ramblas o jugado de niño en los parques de cualquier ciudad media española, ya habría escrito la novela del siglo XXI, trazando con línea elegante y recta la caída de un orden seguro. Lo hizo Houllebecq, en su ambiente opresivo y represivo, lleno de soledades y sexos decrépitos.
Tengo para mí que hay ya muy poco que conservar. Cada día, cada patera, cada acción escandalosa de Salvamento Marítimo, cada subsidio a la vivienda del ilegal o al rescate de Open Arms, hay menos espacios que conservar. Toca ya reconquistar y reconstruir. Y es obvio que las recetas de siempre, de los de siempre, no sirven. No puede haber compromiso con el que sigue anclado en el mundo que han derruido, a sus reglas y a sus traiciones.
Aquí y Ahora, en Madrid, a 18 de agosto.