«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.

Yihab y halal en las escuelas españolas: el gran debate

17 de diciembre de 2024

La Unión de Comunidades Islámicas de España ha solicitado al Gobierno que aumente el número de profesores de religión islámica en las escuelas. Según esta organización, el número de alumnos musulmanes roza ya los 400.000 y por tanto hacen falta más profesores de Islam. Hay quien sostiene que eso no puede ser porque España es un país laico. No es verdad: por más que la propaganda de izquierdas se empeñe en decirlo, España no es un país constitucionalmente laico, sino aconfesional, que es otra cosa. En un Estado laico, la religión queda expresamente fuera del ámbito institucional público. Es el caso de Francia, por ejemplo. Pero en un Estado aconfesional las cosas son distintas: aquí el Estado no se identifica institucionalmente con ninguna religión, pero protege las creencias religiosas de los ciudadanos y, por tanto, contribuye a su libre desarrollo. Esa es, al menos, la teoría, que en España quedó fijada en 1978, cuando éramos un país esencialmente católico y la presencia de otras confesiones era marginal. El paisaje cambió sensiblemente hará unos veinte años, y fue entonces cuando el Estado —gobernaba Aznar— firmó acuerdos con las diferentes confesiones —también la islámica— para garantizar la enseñanza religiosa de los alumnos que lo desearan, en cumplimiento de ese otro precepto constitucional que reconoce a los padres el derecho a elegir la formación religiosa y moral de sus hijos. Es decir que la Unión de Comunidades Islámicas está en su derecho a la hora de pedir más profesores. En España, la ley es así.

Ahora bien, en su petición, la organización musulmana no se limita a la cuestión docente, sino que incluye otras demandas. Una, introducir en los comedores escolares la alimentación halal, es decir, la única permitida según las normas del Corán. La otra, que se permita a las niñas musulmanas cubrirse con el hiyab, ese pañuelo que cubre cabello y pecho. Y esto ha suscitado un notable debate, porque aquí ya no estamos ante el derecho (legal) a recibir formación, sino ante expresiones identitarias que no forman parte de las obligaciones docentes del Estado y que entran en conflicto con la norma socialmente establecida: lo del halal, porque obliga a los colegios a alterar sus menús en función de criterios no nutricionales, y lo del hiyab, porque singulariza a las alumnas musulmanas como un grupo ostensiblemente distinto a las demás niñas. ¿Tiene derecho un grupo minoritario a exhibir su diferencia en un entorno público expresamente concebido para la socialización, como es la escuela? ¿No significa eso variar radicalmente la naturaleza de nuestras instituciones?

La respuesta no es fácil porque estamos ante una situación nueva en las sociedades modernas, una situación que nos encierra en una contradicción difícilmente salvable. El enunciado de esa contradicción es sencillo: nuestra cultura ha creado sistemas de convivencia dispuestos a renunciar a rasgos identitarios esenciales (los nuestros) para incluir a gentes que provienen de otras culturas, pero he aquí que estas gentes no están dispuestas a renunciar a sus propios rasgos identitarios esenciales. Yo renuncio a exhibir el carácter cristiano de mi cultura para crear sociedades donde quepan todos, pero no todos los que entran están dispuestos a hacer lo mismo. Y bien, ¿en nombre de qué podría yo exigírselo? Como ya es bien sabido, la respuesta ha oscilado entre el modelo multicultural (que entren todos con sus singulares expresiones) y el modelo «republicano» (que no haya más identidad que la nacionalidad estatal laica). La realidad demuestra que ninguna de las dos respuestas ha funcionado. La multicultural, porque ha terminado configurando sociedades fragmentadas que fragilizan extraordinariamente la ley común. La «republicana», porque para ser equitativa exige prohibir cualquier manifestación de arraigo y, especialmente, las manifestaciones autóctonas, y el resultado final es un sentimiento de orfandad colectiva, de sentirse extraño en el propio país… sin integrar realmente al que viene de fuera.

Como la contradicción no tiene solución, quizá habría que replantearse el punto de partida. Empezando por una constatación elemental, a saber: que ese sistema de convivencia «inclusivo» es, a su vez, un producto de nuestra cultura y sólo de la nuestra, es decir, es un rasgo identitario de las sociedades occidentales modernas, algo que solo cabe imaginar en ellas y que, fuera de ellas, resulta absolutamente incomprensible. Sólo la mentalidad occidental moderna ha concebido la idea de que todo el mundo, venga de donde venga, puede convertirse en un occidental moderno. Dicho de otro modo: nuestra pluralidad es en realidad una manifestación de nuestra singularidad. Exigir al otro que la acepte es, en el fondo, exigirle que se haga como nosotros. Por eso al musulmán, por ejemplo, suele resultarle tan difícil aceptar el modelo laico como el modelo cristiano: ambos le resultan profundamente ajenos.

Sobre este paisaje, el Islam añade un problema suplementario y es que, en muy buena medida, es una religión política, es decir, que incorpora normas y prescripciones de comportamiento social, y éstas chocan violentamente con las normas de las sociedades de origen cristiano. El ejemplo del papel que se otorga a la mujer en una y otra culturas es elocuente. Normalizar el hiyab en la escuela es tanto como aceptar que la mujer musulmana en nuestras sociedades puede ser «otra categoría de mujer». Una categoría inferior, por más que sea ella misma la que lo reivindique.

Replantearse el punto de partida significa también aceptar que estamos dentro de una civilización determinada, con una herencia cultural concreta, lo cual incluye una tradición religiosa específica, propia. La palabra «propia» es especialmente relevante. La clase política española, por ejemplo, parece encantada de atribuir el carácter de «propio» a las lenguas regionales, reales o inventadas, en detrimento del idioma común, que al parecer no es «propio». Por el contrario, esos mismos políticos se niegan a definir como «propia» la herencia cristiana, aunque nada en nuestra cultura pueda explicarse sin el legado de esa civilización bimilenaria. ¿No es un tanto incongruente?

Los órdenes políticos son emanaciones de patrones culturales previos. Entre esos patrones se cuenta muy señaladamente la herencia religiosa, que dicta una determinada manera de entender el mundo, el bien y el mal, la relación de uno con el prójimo, etc. Es una insensatez que un orden político cualquiera acepte como válido un orden cultural o religioso ajeno en perjuicio del propio. Estaríamos ante una sociedad que construye un Estado que la destruye. En buena medida, ese es ya el caso de las sociedades europeas. Por eso es tan urgente salir de aquí. ¿Cómo? Reforzando la identidad propia y limitando la influencia de las identidades ajenas. De lo contrario, sencillamente dejaremos de existir.

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