La unificación de Italia bajo la dinastía Saboya es una historia de invasiones y atropellos. Recurriendo a Giuseppe Garibaldi y sus mercenarios o a su ejército, los Saboya, atacaron estados reconocidos internacionalmente, como el reino de las Dos Sicilias —entonces el más industrializado y rico de la península— y los Estados Pontificios.
En septiembre de 1870, las tropas piamontesas penetraron en Roma, defendida por voluntarios católicos de muchas nacionalidades (españoles, franceses, austriacos, bávaros…) y Víctor Manuel II convirtió la ciudad en capital del reino de Italia. El papa Pío IX, quien, al poco de ser elegido en 1846, había concedido una Constitución liberal, instituido un parlamento y abolido el gueto judío, se consideró prisionero en el Vaticano. Sus sucesores obraron igual que él.
Hasta los Pactos de Letrán de 1929, no se solucionó la cuestión romana y el papado no recuperó soberanía territorial ni personalidad internacional. Es decir, el Estado italiano podía cortar el acceso de personalidades y fieles al papa e incluso detener a éste.
En los años anteriores a la Gran Guerra, había dos alianzas enfrentadas: la Entente, formada por Rusia, Francia y el imperio británico, y la Triple Alianza, entre Alemania, Austria-Hungría e Italia. La guerra estalló en julio de 1914 y los miembros de esos bloques entraron en combate, salvo Italia, que declaró su neutralidad. En las semanas siguientes, se unieron a la guerra Bélgica, invadida por Alemania, que era uno de los garantes de su neutralidad, y Turquía.
Un cónclave entre mujeres
El 20 de agosto, falleció Pío X, luego canonizado en 1954. El cónclave, que se abrió el 31 de agosto, pudo reunirse gracias a la neutralidad italiana.
De los 65 cardenales con derecho a voto, participaron 57, incluidos los purpurados de Francia (6), Austria (4), Reino Unido (3), Alemania (2) y Bélgica (1). Aunque varios pidieron que se esperase a los dos cardenales de Estados Unidos y uno de Canadá, las puertas de la Capilla Sixtina se cerraron con ellos fuera, debido a los plazos entonces marcados. Fue el primer cónclave que se celebró sin que ningún monarca católico secular tuviese veto, ya que éste lo invocó el cardenal de Cracovia en el cónclave de 1903 en nombre del emperador Francisco José I y Pío X lo anuló y condenó con excomunión.
El 3 de septiembre fue elegido el cardenal Giacomo della Chiesa, arzobispo de Bolonia, que tomó el nombre de Benedicto, al que correspondía el quince como ordinal.
El nuevo pontífice tenía una experiencia diplomática, hecho que seguramente pesó en su elección. Entre 1882 y 1887, fue secretario del nuncio en España, monseñor Mariano Rampolla (el afectado por el Ius exclusivæde 1903), que le mantuvo como su hombre de confianza cuando León XIII le nombró secretario de Estado. Viajó a Viena, participó en el arbitraje entre España y Alemania por la soberanía de varios archipiélagos en el Pacífico y dirigió el departamento de comunicaciones cifradas.
Desde el principio, Benedicto XV se volcó en conseguir la paz. El 8 de septiembre, calificó la guerra de flagelo de la ira de Dios”. En noviembre, publicó la encíclica Ad beatissimi Apostolorum en la que condenaba la guerra y reclamaba la paz. En diciembre propuso una tregua en Navidad, que desoyeron los gobernantes, pero cumplieron los soldados del frente occidental. Su independencia de ambos bandos causó más malestar entre los católicos separados por los frentes que admiración, esperanza o respeto.
En un país en guerra
Ante sus esfuerzos se levantó un inmenso obstáculo cuando el Gobierno liberal italiano rompió sus compromisos con Viena y Berlín y se unió a los Aliados.
El primer ministro Antonio Salandra, impulsado por el “sagrado egoísmo” nacional, obtuvo en el tratado secreto de Londres, firmado en abril de 1915, la promesa de territorios en los Alpes y el mar Adriático, a costa de Austria, y en el mar Egeo y Anatolia, arrancados a Turquía. Salandra y su camarilla estaban convencidos de que el ejército italiano decantaría la balanza a favor de los Aliados y concluiría pronto el conflicto. El 23 de mayo, Roma declaró la guerra a los Imperios Centrales. La matanza se prolongó tres años y medio más y dejó 650.000 militares italianos muertos.
Una de las consecuencias fue el aislamiento completo del Papa: salieron de Roma los embajadores de Baviera, Austria y Prusia; y los funcionarios del Vaticano quedaron sometidos a restricciones de movimientos, censura y registros.
Entonces, Alfonso XIII, hijo de una archiduquesa austriaca y marido de una aristócrata británica, le ofreció al Papa el monasterio de San Lorenzo de El Escorial como residencia.
El historiador Carlos Seco Serrano encontró el borrador de una de las cartas del monarca al Papa en el archivo del conservador Eduardo Dato, que desde octubre de 1913 era presidente del Gobierno. El papel en el que estaba escrita tenía como membrete la corona real. Uno de sus párrafos es el siguiente: “Como Rey Católico de España, hijo sumiso de la Iglesia y deseoso por consiguiente de que la figura de V. S. ocupe el puesto en el mundo que como Vicario de Cristo en la tierra de derecho le corresponde, creo que Vuestra Beatitud debe tomar en consideración mi ofrecimiento del monasterio del Escorial como su residencia durante esta conflagración europea. De esta manera, V. S. estará en contacto con todas las naciones del mundo y podrá sin presiones de ninguna especie influir para que su deseo ardiente de paz sea escuchado sin prevención en todo el mundo».
Las gestiones reales, que aparecieron en la prensa española en esa primavera, implicaron también al Gobierno y a la embajada en Italia.
Como sabemos, Benedicto XV permaneció en Roma y sus esfuerzos para acabar con la Gran Guerra, a la que llamó «suicidio de la Europa civilizada» y «la tragedia más oscura del odio humano y de la demencia humana», fueron ignorados por los gobiernos.
Era improbable que el Papa hubiera admitido su mudanza debido al pésimo recuerdo de las décadas del siglo XIV en que el papado estuvo residenciado en la ciudad francesa de Aviñón y al apresamiento por Napoleón de Pío VI y Pío VII.
Españoles, en contra
Por otro lado, la presencia del Papa en España habría agravado la división en germanófilos y aliadófilos.
Los carlistas, separados de su pretendiente, el príncipe Jaime III, arrestado en Austria debido a su apoyo a los Aliados, estaban dirigidos por el germanófilo Juan Vázquez de Mella. El conservador Antonio Maura, el liberal Romanones y el republicano Alejandro Lerroux eran aliadófilos. Los nacionalistas del PNV y de la Lliga catalana estaban en general a favor de los Imperios Centrales por motivos confesionales y hasta políticos (contra el centralismo francés), mientras que sus cúpulas se dedicaban a los negocios (el naviero Ramón de la Sota, financiador del PNV, por alquilar sus mercantes a Londres recibió el título de ‘sir’ por Jorge V en 1921).
La masonería estaba con los Aliados, al igual que el generalato, mientras que los oficiales jóvenes admiraban a Alemania por su avance en la ciencia militar y su sentimiento antibritánico y antifrancés. La alta aristocracia española tenía vínculos familiares y comerciales con la inglesa y recurría a París para derrochar su fortuna y comprar productos de lujo. La menguada clase empresarial, dedicada a la agricultura, la minería y la ganadería, prefería el mantenimiento de la neutralidad debido a la venta de sus productos a los combatientes.
Según comprobó Seco Serrano, a Dato le llegaron presiones en contra del proyecto de asilo al Papa. Un amigo del político, el escritor Manuel Bueno Bengoechea, le escribió una carta en junio de 1915 en la que acusaba a Benedicto XV de comportarse con “escaso tacto” y añadía: “El Papa en España es la guerra civil y la caída de la dinastía«.
Desde el reinado de Isabel II, abuela de Alfonso XIII, la izquierda dinástica y la masonería se habían otorgado un derecho de veto sobre lo católico. Por ejemplo, protestaron contra el matrimonio de Alfonso XII con María Cristina de Habsburgo, porque enlazaba con una dinastía para ellos reaccionaria; también se quejaron cuando una hermana de Alfonso XIII, la infanta María Teresa, casó con su primo Fernando de Baviera, nacido en Madrid; y cuando se trasladaron a España órdenes e instituciones católicas francesas que huían de la persecución anticlerical.
La guerra civil estalló en España sin que interviniese ningún Papa y Bueno fue asesinado por milicianos en Barcelona en agosto de 1936.
En diciembre de 1915, Dato dejó de ser presidente de Gobierno y le sustituyó el conde de Romanones, que estaba empeñado en que España se uniese al bando aliado. Lo había expresado en un artículo publicado en agosto de 1914 con el título de ‘Neutralidades que matan’.
En junio de 1917, Dato volvió a la presidencia. Para entonces el proyecto ya se había desechado. En colaboración con la Corona, el conservador mantuvo a España fuera de la guerra. Muchos empresarios y editores de prensa ganaron fortunas, aunque dividieron la sociedad, y el régimen estuvo a punto de ser derrocado por la acción del PSOE, los republicanos, los separatistas catalanes y numerosos descontentos, fuese por la inflación o por los ascensos militares, como los junteros.
En marzo de 1921, a Dato lo asesinaron unos terroristas anarquistas. Ni una placa en la Plaza de la Independencia lo recuerda.
El cardenal Ratzinger explicó que escogió para él como nombre pontificio el de Benedicto XVI por las siguientes razones: “Para vincularme idealmente al venerado Pontífice Benedicto XV, que guio a la Iglesia en un período agitado a causa de la Primera Guerra Mundial. Fue intrépido y auténtico profeta de paz, y trabajó con gran valentía primero para evitar el drama de la guerra y, después, para limitar sus consecuencias nefastas. Como él, deseo poner mi ministerio al servicio de la reconciliación y la armonía entre los hombres y los pueblos”.
Hoy, el Gobierno del reino de España prefiere profanar basílicas pontificias.