Hay lo político, hay la política y hay el político. Lo político es una categoría antropológica existencial: forma parte de la manera específicamente humana de estar en el mundo, incumbe a una comunidad entera, implica un designio a largo plazo –llamadlo futuro, llamadlo destino, llamadlo simplemente supervivencia-, exige decisión, acción, y se subordina a un concepto del bien común. La política es otra cosa: no es una categoría, sino una actividad instrumental cuya estatura depende de las personas que la ejecutan y de los objetivos que las impulsan. La política sólo es una de las manifestaciones de lo político. Y luego está el agente, el político, que es la mano que actúa. El político hace política, pero lo político, la categoría, vuela en un nivel más alto.
En España, desde hace muchos años, sobra política de bajo nivel, sobran políticos de nulo relieve y falta lo político, la categoría, porque nadie –ningún político- parece dispuesto a arriesgar nada por un objetivo común de largo plazo (¿pecaré si lo llamo “destino nacional”?). Nuestros políticos españoles huyen de lo político y se limitan a bailar en torno a los textos legales, como si las leyes tuvieran vida propia, como si los códigos fueran máquinas autómatas que funcionan solas, sin necesidad de una voluntad que ejecute una decisión. Pero no, las leyes no son autómatas: no tienen “resortes” que salten por sí mismos cuando es preciso, sino que necesitan una voluntad que les dé vida. Nuestros políticos huyen de tal voluntad, y así la política española se ha convertido en este pasteleo cobardón donde se ventila mayormente quién se reparte el poder, y no para qué sirve. Una política de consenso y componenda. Una política que ha huido de lo político.
No faltan leyes que puedan aplicarse para neutralizar al separatismo. Nunca han faltado. Lo que ha faltado sistemáticamente desde hace cuarenta años, en España, es una idea adecuada de lo político, es decir, un proyecto nacional de largo plazo capaz de implicar a la entera comunidad nacional y que permita aplicar las susodichas leyes sin los complejos que han atenazado, uno tras otro, a nuestros sucesivos gobiernos. Ese “proyecto” no es una fórmula mágica ni un sortilegio oculto que esté esperando al mago que lo desvele, sino algo tan sencillo como esto: la determinación de hacer que España sobreviva como agente político singular en la Historia. También podemos llamarlo patriotismo. Y ahora, ya podéis escupirme.