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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Celebración de Alemania

El próximo día 3 de octubre se celebra el Día de la Unidad Alemana.

Yo descubrí Alemania gracias a mi padre y su melomanía. En mi casa, lo mismo sonaba Mozart que Bach o Mendelssohn. Él me hablaba de Goethe (1749-1832) y de la helenística. Recuerdo el olor a tabaco de pipa que lo envolvía todo en torno a la mesa donde tenía sus libros de Griego. Aún conservo aquella Gramática de Jaime Berenguer Amenós, que todavía se sigue reeditando. A menudo se olvida que la pasión por la Grecia clásica -y no solo por el mundo de las brumas y los bosques- palpita en la obra del mayor poeta de Alemania. Gracias a los arqueólogos y los filólogos alemanes, nuestra comprensión de Europa y, en general, de Occidente, es más profunda y rigurosa. Hay un chiste un poco blasfemo que revela este espíritu de las universidades alemanas: “Gott weiss alles, aber ein deustcher Professor weiss alles besser”. “Dios lo sabe todo, pero un profesor alemán lo sabe todo mejor”. Bueno, cuando yo lo aprendí se escribía “weiß”, con el viejo grafema de origen griego que casi dejó de usarse con la reforma ortográfica de 1996. Sin embargo, igual que los antiguos oficiales del Ejército Imperial y Real que seguían vistiendo los uniformes de la Monarquía Danubiana cuando ya no existía, yo siento nostalgia de aquella letra.

Alemania no es solo su potencia económica o su innegable influencia política. Antes de la unificación (1871) de esa galaxia de 39 estados, la cultura alemana ya había dado al mundo las baladas de Schiller (1759-1805) -el único que puede rivalizar con Goethe- o la imponente obra de Immanuel Kant (1724-1804), cuya ciudad de Königsberg es hoy un territorio de la Federación de Rusia. La idea de Alemania ya existía mucho antes de que se fundara el Imperio Alemán en torno a Prusia. Que se lo pregunten al librero Palm, un mártir civil de la causa germánica en las Guerras Napoleónicas, al que fusilaron el 25 de agosto de 1806 por negarse a revelar la identidad del autor de un panfleto contra el emperador de los franceses que el propio Palm había publicado en la casa Stein. Aquel librito se titulaba: “Alemania en su profunda humillación”.

Rosa Sala Rose, una de las autoras más originales e inteligentes de la germanística española, escribió un ensayo delicioso y erudito titulado “El misterioso caso alemán” (Alba, 2007), que es un intento brillante de explicar Alemania a través de sus letras. Seguramente ése sea el camino, aunque tiene muchas rutas. Tal vez, antes de adentrarse en la historia o la política, uno debería aproximarse a Alemania de la mano de Tácito y su Germania, acompañado de los poetas medievales y los baladistas que cantaron a Sigfrido y Krimilda, cuya venganza contra el pérfido Gunther y contra Atila se cuenta entre las más célebres de la literatura. Otros llegarán a ella en compañía de los grandes ilustrados y los viajeros del siglo XVIII como Alexander von Humboldt, geógrafo, viajero, astrónomo, botanista y berlinés. Alguno acabará en Alemania llegando desde el norte con los ejércitos de la Orden de los Caballeros Teutónicos, que alzaron las iglesias y las fortificaciones de Torun (Polonia) y cuyas flotas dominaron el Báltico. Uno puede terminar en la cultura alemana porque a ella lo conducen Joseph Roth y Stefan Zweig y Von Horváth y todos esos genios que vieron cómo los nazis tramaban la traición de Alemania y de Europa. Como dijo en Berlín Samuel Fischer (1859-1934), el extraordinario editor húngaro de Thomas Mann, cuando le preguntaron por Adolph Hitler: “Kein Europäer. Von grossen humanen Ideen versteht er nichts”, “No es europeo. No entiende nada de las grandes ideas humanas”.

Cuando Thomas Mann (1875-1955), natural de Lübeck, llegó a los Estados Unidos en 1938 exiliado después de la anexión de Austria por los nazis, tuvo unas palabras que resumen una mirada sobre Alemania y sus letras: “Wo ich bin, ist Deutschland. Ich trage meine deutsche Kultur in mir. “Donde yo estoy, está Alemania. Yo llevo en mi interior mi cultura alemana”.

La división de Alemania tras la II Guerra Mundial fue un error histórico y una injusticia. Se debe contar la historia de aquellos alemanes que resistieron a los nazis y que salvaron así el nombre de su patria. Hace poco recordaba a los hermanos Scholl y sus amigos de La Rosa Blanca y a Bonhoeffer y la Iglesia Confesante. Ellos también eran alemanes y escogieron el lado correcto de la Historia. Sin embargo, su país fue dividido y a los alemanes orientales se les impuso el yugo de una dictadura comunista. La posguerra en Alemania fue durísima. La desnazificación fue parcial y, en cierta medida, limitada por la propia Guerra Fría que comenzaba. Poco a poco se fue rompiendo el muro de silencio sobre el pasado reciente. Millones de alemanes le hicieron frente con un valor, una entereza y una honradez intelectual admirables. Alemania padecía una división contra la que los orientales se rebelaron en 1953. Como en Budapest tres años más tarde y como en Praga en 1968, los pretendidos sueños de liberación solo se podían imponer con la fuerza de los tanques, la policía secreta y los delatores, el miedo y la propaganda, la mentira y la violencia. Hay que ver “La vida de los otros” para imaginar esa vida en la República Democrática Alemana. Creo que ninguna nostalgia de la Alemania del Este -la llamada “Ostalgie”- puede soslayar esa opresión que simbolizó el Muro de Berlín.

Felizmente, aquel Muro cayó y Alemania se reunificó. Recuerdo las imágenes de los habitantes de uno y otro lado abrazándose aquellos días de noviembre. Los años posteriores no fueron fáciles. Ninguna transición desde sociedades comunistas a sociedades abiertas es sencilla. Sin embargo, la historia reciente de este país es, de algún modo, parte de la historia de todos nosotros, los europeos. Hoy Alemania afronta desafíos formidables y es un ejemplo de lo que cabe esperar a las restantes sociedades europeas. Alemania acogió a más de un millón de refugiados e inmigrantes durante 2015. En lo que llevamos de este año, han entrado algo más de cien mil. Deben valorarse estas cifras antes de señalar con el dedo a los alemanes y acusarlos de nada. Aproximadamente el 10 % de la población son extranjeros. Los servicios públicos están sometidos a un esfuerzo colosal. Las autoridades alemanas han comenzado a rechazar solicitudes de asilo y a devolver extranjeros a sus países de origen. Las agresiones a mujeres en la Navidad del año pasado son un ejemplo de los problemas que hoy afronta el país. No quiero entrar ahora en el debate sobre qué hay que hacer, pero me parece injusto acusar a los alemanes de racistas y xenófobos sin considerar la complejidad del problema migratorio y la triste realidad de que, por muchos refugiados (e inmigrantes económicos, no lo olvidemos) que lleguen a Europa, la única solución sostenible es la pacificación, estabilización y desarrollo de los países de origen. No se puede confundir la ayuda humanitaria con la solución del problema de fondo.

Cabría, sin embargo, una reflexión final. Esos millones de seres humanos no quieren ir a monarquías teocráticas ni a democracias populares. Quieren ir a Alemania, a Francia, a Italia, a los Países Bajos… A sociedades libres y abiertas donde, con sus muchísimos problemas y contradicciones, uno puede albergar la esperanza de que la vida que tendrán sus hijos será mejor que la que uno tuvo. Con todas sus sombras, Occidente sigue encarnando una promesa de luz, razón y libertad para millones de seres humanos. Hay que proteger este legado de dignidad del ser humano. Con todos los episodios terribles de nuestra historia, somos herederos de Grecia y Roma, de la tradición bíblica y la revolución científica, del humanismo y las catedrales. No deberíamos olvidarlo.

«El gran Schiller compuso la Oda a la Alegría en 1785 y Beethoven (1770-1827), otro alemán fabuloso, le puso música en 1793 en lo que terminaría siendo su Novena Sinfonía Op. 125. Beethoven tenía 23 años. La estrofa final del texto dice: “¡Abrazaos, millones de seres! ¡Este beso para el mundo entero! Hermanos, sobre la bóveda estrellada habita un padre amante. ¿Os prosternáis, millones de seres? Mundo, ¿presientes al Creador? ¡Búscalo por encima de las estrellas!¡Allí debe estar su morada!”. Alemania dio así a Europa un himno memorable adoptado oficialmente por la Unión en 1985.

En este tiempo en que las sociedades occidentales deben discernir cómo salvar nuestra civilización sin traicionarla, es imprescindible recordar de dónde venimos y qué es Europa. Si uno quiere comprenderlo, tendrá que admirar y quitarse el sombrero ante el tesoro inabarcable de la alta cultura alemana.

 

 

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