«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El Defensor de la Constitución

En el Tribunal Constitucional hay quien considera constitucional que Cataluña, contra la letra de la Constitución, se defina como sujeto soberano. Lo hemos visto la semana pasada. El mero planteamiento de la cuestión indica el absurdo laberinto en el que nos ha metido nuestra casta política. El problema de España no está fuera: está dentro.

Y bien: ¿Es ese Tribunal el que ha de defender la Constitución? ¿Es ese Tribunal el que ha de salvaguardar la unidad nacional? El problema viene de lejos y se hizo especialmente visible nueve años atrás, cuando Zapatero comenzó la demolición del frágil edificio constitucional. Desde entonces nuestro país tiene sobre la mesa una pregunta urgente a la que, sin embargo, nadie quiere responder, a saber: ¿Quién debe ser el guardián de la Constitución? La pregunta es un asunto clave del orden político y admite respuestas muy distintas. Álvaro D’Ors, por ejemplo, decía que el verdadero defensor de la Constitución es el Ejército, pues es quien posee los medios para defender. La frase deja de ser provocadora a poco que reflexionemos sobre ella.

Este punto generó en la Alemania de Weimar un debate importantísimo entre dos grandes talentos: Hans Kelsen y Carl Schmitt. Por simplificar, recordemos que Schmitt atribuía la función de defender la Constitución al jefe del Estado, es decir, a un poder político, mientras que Kelsen apuntaba a un tribunal específico, es decir, a un poder jurídico. La tesis de Schmitt presenta la ventaja de la eficacia: la autoridad del poder legítimo permite ejecutar la defensa con garantías de éxito. Tiene, sin embargo, el inconveniente de la inseguridad: por ejemplo, si para defender la Constitución se requiere suspender las garantías constitucionales. La tesis de Kelsen tiene la ventaja de la limpieza formal: un tribunal actuará con cuidado exquisito para garantizar la supervivencia de la norma. Pero presenta, entre otros, el inconveniente de la eficacia: ¿De qué armas dispondría el Tribunal en cuestión, en una situación excepcional, para hacer valer su defensa?

En España se considera, en general, que hemos optado por el modelo kelseniano: el Tribunal Constitucional es el guardián de la Norma (artículo 161). Pero nadie ignora que nuestro Tribunal adolece de una feroz dependencia de los partidos políticos, lo cual limita mucho su fidelidad material a la doctrina (nadie ha lavado todavía la mancha del Caso Rumasa, el pecado original del TC). Al mismo tiempo, la Constitución reserva al Rey la función de “guardar y hacer guardar la Constitución” (artículo 61.1), declaración que deja de ser retórica cuando se repara en que es también el jefe del Ejército (y volvemos a D’Ors). Esta doctrina lo acercaría a la británica, donde el monarca, tras la crisis de 1911, se convirtió de hecho en “Guardián de la Constitución” (Keith). Hoy esa doctrina británica se ha matizado: la Corona sería “guardián de la esencia de la Constitución en momentos graves”. Nuestra Constitución también contempla esos “momentos graves” –excepción, alarma, sitio-, que son los que “activarían” el papel guardián del Rey, pero su decreto no corresponde a la Corona. Así volvemos a Schmitt: “soberano es quien decide el estado de excepción”.

Ahora la cuestión es saber si en España queda realmente alguien dispuesto a defender la Constitución.

 
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