Todo está dicho ahí, en esas dos palabras, cuidadosamente escogidas: “deslealtad inadmisible”. Es lo que el Rey reprochó al gobierno autónomo catalán. Acto seguido, pidió recuperar el orden constitucional, lo cual debería entrar en los oídos de Rajoy bajo esta formulación: “Aplica el artículo 155, la Ley de Seguridad Nacional o lo que tengas que aplicar, pero aparta a Cataluña de las manos de esa gente”. De sus “sucias manos”, que dirá el pleonástico Rufián.
Otra cosa: en su discurso, el Rey añadió algo que es una evidencia, pero que todo el mundo parece haber pasado deliberadamente por alto y que en estas páginas hemos repetido una y otra vez en solitario, a saber, que el gobierno de la Generalitat no es tanto “el gobierno catalán” como la representación ordinaria del Estado –de España- en Cataluña. Por consiguiente, estuvo, está y estará obligado a cumplir la misma ley que todos; no representa una legitimidad ni una legalidad distinta a la del Estado español. A propósito: como bien me apuntaba el otro día Dalmacio Negro, aquí el pecado no es sólo el de quien ha incumplido la ley, sino también el de quien, debiendo hacerla cumplir, se abstiene. ¿Lo entiendes, Soraya?
Las reacciones de la aldea política nacional al discurso del Rey también merecen su glosa. En particular la de Podemos y sus huestes, que en esta historia, asombrosamente, han decidido ponerse al lado de los Pujol frente al pueblo español. Debe de ser el bebedizo de Roures, pero el caso es que es un error estratégico de consecuencias incalculables. Al final a esta gente le traiciona la hispanofobia estructural de nuestra ultraizquierda, que oye la palabra “España” y se estremece violentamente como carne de Satán al contacto con el agua bendita. Otra deslealtad inadmisible.
Ahora es el momento de las decisiones. Todo sería transparente si no fuera porque quien ha de ejecutar esas decisiones se llama Mariano Rajoy. El pueblo español, ese pueblo al que este Gobierno ha dejado solo en Cataluña y en todas partes, mira expectante.