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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La Embajada a Tamerlán

Quizás yo debería escribir esta semana sobre la crisis del PSOE, pero prefiero hablar de las Embajadas a Tamerlán (o Tamorlán). Es un episodio poco conocido de nuestra historia, pero pudo haber cambiado el rumbo de los últimos seis siglos. En 2016 se cumplen 610 años de esta aventura asombrosa, que anticipa el establecimiento de relaciones diplomáticas con Uzbekistán.

Todo empezó con el rey de Castilla Enrique III, hijo de Juan I y de Leonor de Aragón. Nacido en 1379, reinó entre 1390 y 1406. Logró para sus armas grandes éxitos navales contra los piratas en el Mediterráneo y alcanzó una tregua con el reino de Portugal en 1402. Siguiendo sus órdenes, ese mismo año el francés Jean de Béthencourt colonizó el archipiélago canario. Guerreó contra el reino nazarí de Granada y lo derrotó en la batalla de los Collejares. Aquel año este rey de vocación marítima tomó una decisión que hoy nos resulta desmesurada, y esto precisamente nos da la talla de su trascendencia: envió un embajador a Tamerlán (1370-1405) el formidable conquistador turco-mongol que gobernaba su imperio desde la fabulosa ciudad de Samarcanda en el actual Uzbekistán.

El rey Enrique había tenido noticias ciertas de la grandeza de Tamerlán gracias a las gestiones de otro gran embajador de Castilla: Hernán Sánchez de Palazuelos. El rey castellano había enviado a este madrileño ante el sultán Bayaceto, que amenazaba Constantinopla después de la derrota de los cristianos en la batalla de Nicópolis (1396). Los otomanos habían derrotado a una coalición de reinos cristianos que agrupaba tropas imperiales, húngaras, francesas, venecianas, genovesas, búlgaras, aragonesas, portuguesas, navarras, bohemias, polacas y valacas además de efectivos de la orden de Malta. Si el sultán iba a erigirse en señor del Oriente, el rey de Castilla debía saber de él. Así, Sánchez de Palazuelos partió hacia el Levante en compañía de Payo Gómez de Sotomayor.

Sin embargo, la historia depara sorpresas. Cuando los dos castellanos llegaron a los dominios de Bayaceto, el sultán estaba en plena guerra con el señor de los mongoles y allí se encontraron, en medio de la refriega, los dos emisarios. En la batalla de Ankara (1402), el sultán cayó prisionero del emperador de los mongoles. Cuentan que Tamerlán enjauló a su enemigo y usó la jaula como escabel para reposar los pies. Quizás esto sea algo exagerado. Hay otros testimonios que cuenta que no lo trató mal, pero Bayaceto nunca se recuperó de la derrota y murió al año siguiente. Así fue como Tamerlán conoció a los dos embajadores enviados por el rey de Castilla ante un sultán ya derrotado.

El lector debe imaginarse la magnitud y el poder del imperio timúrida. Se extendía a lo largo de más de ocho millones de kilómetros cuadrados desde Delhi hasta Moscú y desde el Tian San, en China, hasta los montes Tauro en el sur de Turquía. Guerreó contra los persas, los otomanos y la Horda de Oro. Los derrotó a todos. Ibn Jaldún, cuya familia era de Dos Hermanas (Sevilla) lo conoció entre 1400 y 1401 después del asedio de Damasco y testimonió su inteligencia y cultura. Sabía de astronomía, matemáticas e historia. Podía ser despiadado con quienes se le resistían, pero abundan los ejemplos de ciudades conquistadas en las que prosperaron el comercio y la agricultura.

Tamerlán trató a los castellanos con respeto y deferencia. Me gusta imaginar que también él había oído hablar de aquellos hombres del Occidente que habían luchado contra los otomanos en Nicópolis. Cuando Sánchez de Palazuelos y Gómez de Sotomayor quisieron volver a Castilla, Tamerlán los envió a acompañados por su propio embajador: Muhammad Al Kazi, que viajó acompañado por doncellas cristianas orientales. Una de ellas, llamada Angelina, se convirtió en dama de la corte de Castilla.

Honrado por la misión que Tamerlán le enviaba, Enrique III correspondió con otra embajada que encabezó el madrileño Ruy González de Clavijo, camarero del rey, es decir, caballero de su Cámara. Era un poeta notable -recuérdese el florecimiento de la poesía de cancioneros en la España del siglo XIV- y sabemos que estaba casado. Junto a él, viajó fray Alonso Páez de Santamaría, teólogo y predicador. Es probable que, además de ciencias religiosas, supiese lenguas -seguramente árabe y quizás griego y persa- y que estuviera preparado para debatir con los doctores en ley y teología islámicas. A ellos se unión un soldado: Gómez de Salazar, que sin embargo murió durante el viaje. Llevaban junto a sí catorce hombres que portaban regalos para Tamerlán y entre ellos habría, seguramente, algún escribano que levantase acta de lo que iba aconteciendo. Los presentes del rey eran objetos de plata y halcones gerifaltes. El rey de Castilla, sin embargo, albergaba una idea que podría cambiar el curso de los acontecimientos en Oriente ante el ascenso otomano: algún tipo de alianza o pacto con los timúridas que detuviera a los turcos.

El viaje de estos castellanos fue sobrecogedor. Fueron de Sanlúcar a Rodas, de allí a Constantinopla. Desde el barrio de Pera, que controlaban los genoveses, llegaron hasta Trebisonda, en la costa del Mar Negro. Desde allí fueron por tierra hasta Arzinga, parte de la Armenia histórica hoy en territorio turco, y llegaron hasta Samarcanda en septiembre de 1404 El periplo -junto con el tornaviaje- quedó narrado en la “Embajada a Tamerlán” que se atribuye al propio González de Clavijo pero en el que, quizás, participaron otros autores de la misión.

No voy a repetir aquí las maravillas y prodigios que cuenta este libro fabuloso. Suele mencionarse el Libro de las Maravillas de Marco Polo como uno de los grandes libros de viajes de todos los tiempos, pero la “Embajada a Tamerlán” está, sin duda, a su altura. La descripción de Samarcanda, con sus jardines y sus tesoros, recuerda la que el mercader veneciano hizo de Khanbalik, la capital del gran Kublai Khan. Cuenta que la capital de Tamerlán era una ciudad del tamaño de Sevilla. Omar Jayyam, el espléndido poeta persa, escribió que Samarcanda era “el más bello rostro que la tierra volvió jamás hacia el sol” y debía de ser cierto. Los embajadores describen con detalle las fiestas que da Tamerlán, las cacerías y los rituales de la corte timúrida. También cuentan algún detalle picante como las borracheras durante los festejos: “Y el Señor [Tamerlán] bebió este día vino, y los que con él eran; y porque se embeodasen más aína [antes], dábales aguardiente. Y la vianda de este día fue mucha y el beber fue tanto, que de aquella tienda salían muchos beodos; y el Señor con grande alegría quedó en esta tienda y los Embajadores fueron a sus posadas y este día el comer y beber les duró hasta la noche toda”.

A pesar de la generosidad de Tamerlán, la embajada no fue fructífera. La corte se demoraba en responder al propósito del rey castellano de construir algún tipo de entente contra los turcos. Derrotado Bayaceto, las ambiciones de Tamerlán se dirigían hacia China. Allá se encaminó el emperador a la cabeza de su ejército. González de Clavijo lo vio partir. Sim embargo, el señor de los mongoles murió en febrero del año 1405 y el imperio se sumió en luchas intestinas que volvieron a coger a los castellanos en medio. Los bienes de la embajada fueron confiscados y los emisarios tuvieron que regresar a Castilla sin haber alcanzado el objetivo de una alianza contra los otomanos. Llegaron a España en marzo de 1406. En diciembre, moriría el rey Enrique, cuya visión de la política exterior de Castilla anticipa la de los Reyes Católicos y es comparable de la de los Reyes Navegantes de Portugal, la admirable casa de Avis.

Hay varias ediciones de la “Embajada a Tamerlán”. La edición de Francisco López Estrada está en Castalia y tiene gran valor filológico, pero yo sigo prefiriendo la que cayó por primera vez en mis manos: la que publicó Miraguano en la colección “Libros de los Malos Tiempos”, que tantos momentos felices nos ha deparado desde los años 80.

 

 El rey Enrique III yace enterrado en la capilla de los Reyes Nuevos de la catedral de Toledo y González de Clavijo descansa en la iglesia de San Francisco el Grande. Si alguna vez las visita, eleve una oración y tenga un recuerdo para estos castellanos universales que llevaron el nombre de España hasta Samarcanda.

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