«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El rey y el juicio de la Historia

Se va. Era imperativo. Con la salud personal quebrada, la fama pública muy deteriorada, la economía del país hecha unos zorros, una amenaza separatista con fecha fija –el 9 de noviembre, en Cataluña- y la clase política española en su peor momento desde los años veinte, Don Juan Carlos anuncia su abdicación. Aquí, en esta misma columna, a propósito del último libro de Pilar Ubano, habíamos avanzado que los grandes del país, los que mandan en el dinero, en los medios de comunicación y en los aparatos de los partidos, andaban divididos entre los partidarios de que Don Juan Carlos se quedara hasta arreglar el problema de Cataluña y los que, por el contrario, apuntaban a una abdicación inminente y un relevo inmediato en la Corona. El rey no quería marcharse; quería aguantar hasta solucionar, al menos, la cuestión catalana. Es obvio que han ganado los partidarios de la abdicación.

Don Juan Carlos fue proclamado rey de España por las Cortes el 22 de noviembre de 1975, en aplicación de la Ley de Sucesión de 1947 y en virtud de su nombramiento directo por el entonces jefe del Estado, Francisco Franco, en julio de 1969. Don Juan Carlos heredó en 1975 un país de régimen autoritario, con libertades públicas limitadas, pero económicamente muy saneado y de una sólida cohesión territorial. Hoy, treinta y ocho años y medio después de su llegada al trono, Don Juan Carlos lega a su heredero un país incorporado plenamente al mundo de las democracias occidentales e integrado en todas las instituciones europeas, pero económicamente al borde del colapso, políticamente acosado por la corrupción y a punto de estallar como Estado nacional, con severas amenazas separatistas en Cataluña y el País Vasco. Es verdad que la responsabilidad política del monarca, formalmente hablando, es nula, pero no es menos cierto que Don Juan Carlos ha jugado desde el principio un papel central en los avatares de la vida pública española, y así lo han venido señalando siempre todos los analistas de la política nacional. Hoy todos le cantarán como artífice de la democracia española; probablemente el juicio de la Historia será algo más matizado.

La Historia es, en efecto, el único juez que un rey admite. Será poco democrático, pero es así. Y es el único juez al que se ha querido someter Don Juan Carlos, cuya ambición institucional –otra cosa son las flaquezas personales- nunca fue otra que construir una España pacificada, integrada en las estructuras occidentales y que pudiera neutralizar los problemas políticos y sociales abriendo el campo a la izquierda y a los separatistas. Todo el equilibrio de poder nacido del sistema de 1978 descansa sobre esos objetivos. El resultado, casi cuarenta años después, es más que discutible. La izquierda ha formado la conciencia del país, sin ninguna duda. Los separatistas han conquistado el poder absoluto en sus propios territorios, de eso tampoco hay duda. Pero todo ello no ha conducido a una España pacificada y sin tensiones, sino, al revés, a un país al borde de la ruptura, con dolencias sociales nuevas, problemas económicos de muy difícil solución y, lo que aún es peor a ojos de la Corona, una sensibilidad republicana cada vez más extendida incluso entre la derecha, tradicionalmente monárquica.

El rey ha muerto (políticamente hablando), ergo, políticamente hablando, viva el rey. El que enseguida va a ser Felipe VI tiene ante sí un reto formidable: reinar sobre la España más convulsa desde los años cuarenta del pasado siglo, con la unidad nacional en riesgo, la supervivencia de la institución monárquica en entredicho, una clase política palmariamente inepta, una economía estragada y una sociedad hastiada, frustrada, decepcionada. España necesita una nueva transición. En eso están todos de acuerdo. En lo que se difiere ostensiblemente es en la dirección de ese tránsito.

Muchos –ya lo podemos vaticinar- tratarán de empujar ahora a Felipe VI hacia la construcción de una suerte de corona confederal, con territorios –Cataluña y País Vasco, sobre todo- semi independientes, pero siempre vinculados a la economía española, para que los grandes poderes no sufran desmayo. Eso tal vez neutralice la amenaza que representan los separatismos para la supervivencia de la Corona, pero sin duda intensificará la desafección hacia la monarquía que ya se extiende en el resto de la sociedad española. Esta otra parte, es decir, la mayoría de la nación española, espera de la Corona algo muy diferente: un ejercicio de responsabilidad histórica que devuelva a España su confianza en sí misma y que no olvide que, en definitiva, la Corona no es otra cosa que una emanación de la nación, que no hay rey sin reino y que, desde luego, la monarquía jamás podría sobrevivir a la descomposición de la nación española, por más presión que hagan los grandes poderes económicos.

Felipe, como su padre, sabe que, al final, el único juicio para un rey es el de la Historia. Y Felipe sabe también que, desde esa perspectiva, lo va a tener mucho más difícil que su padre.

 

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