«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Los refugiados y la idea de Europa

La ciudad de Aquisgrán es una de las más importantes de la historia de Europa. En tiempos del emperador Adriano -según Dión Casio, el primero que se dejó barba- los romanos transformaron este viejo asentamiento celta en una ciudad para los legionarios retirados. Las virtudes de sus aguas termales la hacían propicia para el descanso de aquellos que habían combatido defendiendo las fronteras del imperio. Levantaron termas y templos. Trazaron calles. Construyeron un foro. Transformaron el lugar en una ciudad próspera con una floreciente comunidad judía. En el corazón del continente, Roma construía inspirada en la razón y el orden que la hicieron grande.

Las invasiones bárbaras llevaron al hundimiento del gobierno local de Aquisgrán. Entre los siglos IV y V, la ciudad entró en declive. Roma se retiró, como de tantos otros lugares, para replegarse tras las fronteras y los muros que terminarían custodiando los bárbaros enrolados en sus ejércitos. En torno al año 470, Aquisgrán quedó bajo el dominio de los francos.

Sin embargo, los bárbaros asumieron el legado de Grecia y Roma. Se dejaron moldear por una civilización que los admiraba y, en un proceso de enriquecimiento mutuo, dieron a luz a la cultura del Occidente medieval: inspirada en la Biblia, la filosofía griega y el Derecho romano; influida por las tradiciones germánicas, centrada en Dios y en la salvación del alma y con una vocación católica, es decir, universal. Así nació nuestra civilización.

El emperador Carlomagno, el de la barba florida, el tío del paladín Roldán, el vencedor de los paganos y el padre de las escuelas palatinas, hizo de Aquisgrán su capital. Este lugar tiene nombre en latín, francés, inglés, luxemburgués, holandés, checo y polaco por no mencionar el español. Sin esta ciudad, con su deslumbrante catedral y la fastuosa Capilla palatina, que durante 200 años fue el edificio más alto de Europa, nuestro continente sería incomprensible. Gracias a Alcuino de York, en esta ciudad floreció la Escuela Palatina, donde se enseñaba el Trivium y el Quadrivium, base de la educación medieval. En aquel tiempo, el latín y el griego franqueaban a cualquier humanista las puertas de las bibliotecas, los escritorios monásticos y las cortes desde las Islas Británicas hasta Bizancio. Un inglés podía ser asesor de un rey franco o de un emperador heredero de la gloria de Roma. Unos monjes irlandeses salvaban la civilización copiando libros y conservando manuscritos mientras los vikingos saqueaban e incendiaban las costas. Esto era Europa.

Por eso, el premio Carlomagno, que la Fundación Internacional Carlomagno -vinculada a Aquisgrán- concede cada año a personalidades relevantes en la cultura europea, reviste una importancia simbólica innegable. Su nombre evoca el pasado de Europa y se interroga sobre su futuro.

Este año ese premio ha recaído en Su Santidad el Papa Francisco. Desde que, en 1950, se instauró la tradición, solo otro pontífice lo había recibido: Juan Pablo II el Grande, que fue galardonado en 2004 a título extraordinario.

No es casual que, en los 66 años de vida del Carlomagno, lo hayan recibido dos Papas. Quiérase o no, la historia de nuestra civilización va estrechamente unida a la historia de la Iglesia con sus páginas gloriosas y sus episodios terribles.

El 9 de noviembre de 1982 el único Papa polaco que ha habido, lanzó exhortación a nuestro continente frente a una multitud de jóvenes reunidos en otro lugar emblemático: Santiago de Compostela, a donde conducían caminos que partían de los confines de la cristiandad. Allí, cerca de la tumba del patrono de España, Juan Pablo II lanzó unas palabras que siguen resonando hoy: “Yo, Juan Pablo, hijo de la nación polaca que se ha considerado siempre europea, por sus orígenes, tradiciones, cultura y relaciones vitales; eslava entre los latinos y latina entre los eslavos; […] te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afectan ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo. Los demás continentes te miran y esperan también de ti la misma respuesta que Santiago dio a Cristo: «lo puedo»”.

El Papa Francisco ha seguido esta línea en su discurso de aceptación del premio Carlomagno reclamando un regreso a las raíces humanísticas de Europa: “Con la mente y el corazón, con esperanza y sin vana nostalgia, como un hijo que encuentra en la madre Europa sus raíces de vida y fe, sueño un nuevo humanismo europeo, «un proceso constante de humanización», para el que hace falta «memoria, valor y una sana y humana utopía». […] Sueño una Europa, donde ser emigrante no sea un delito, sino una invitación a un mayor compromiso con la dignidad de todo ser humano. […] , sin olvidar los deberes para con todos. Sueño una Europa de la cual no se pueda decir que su compromiso por los derechos humanos ha sido su última utopía.”

En efecto, al igual que aquel año de 1982, nuestro continente se encuentra en una encrucijada histórica: o bien recupera sus raíces y sus valores o bien se sume por completo en una decadencia evitable pero próxima.

El Papa Francisco ha hecho referencia expresa a la inmigración y, en las últimas semanas, ha tenido gestos inequívocos de solidaridad y compasión hacia los refugiados que han ocupado portadas y abierto telediarios durante meses. La mediocridad y la cobardía de las instituciones europeas ha quedado en evidencia frente a la altura moral del pontífice.

Sin embargo, el desafío sigue ahí y no permite ocurrencias ni soluciones improvisadas. Los principios inspiradores deben traducirse en políticas concretas que afronten la crisis humanitaria sin traicionar los valores de Occidente.

Las autoridades comunitarias han escogido, por desgracia, un camino equivocado.

La gestión de los flujos migratorios requiere de medidas a largo plazo y no solo de decisiones de urgencia. La deportación de los refugiados a Turquía no resolverá ningún problema de fondo y ha creado una dinámica de presión sobre la Unión Europea por parte de Ankara que terminará haciéndose insostenible.

Por otro lado, la acogida y el asilo no pueden hacerse de espaldas a los Estados nacionales, que siguen teniendo una importancia decisiva en las políticas europeas. Es injusto pretender que los Estados admitan refugiados bajo apercibimiento de multas, como esta semana propuso la Comisión Europea. Millones de ciudadanos de la Unión ven con preocupación las improvisaciones y las irresponsabilidades de unas políticas diseñadas para contentar a cierta opinión pública y que, sin embargo, no resuelven las causas del flujo migratorio. Sí, en Europa hay racismo y xenofobia -ahí está el ascenso de la ultraderecha en algunos países de Europa Central y Oriental- pero no todos los europeos que preocupados por la deriva errática de las políticas de Bruselas son xenófobos ni racistas. Creo que nadie discute que se debe auxiliar a las víctimas de los conflictos, pero es absurdo negar que una supresión “de facto” de las fronteras exteriores de la Unión solo supondrá que, de un modo u otro, se restablecerán las interiores y se terminará la libre circulación de personas, uno de los fundamentos del proceso de construcción europea.

Una característica de la civilización occidental es la importancia que se da a la razón. En un tiempo de políticas emotivas y populistas, debemos guardarnos de soluciones fáciles que todo lo complican sin solucionar nada. Las injusticias del orden global y los conflictos armados que golpean el Oriente Próximo no se resolverán agravando las tensiones sociales en Europa ni dando alas a los populismos. Al contrario, es necesario incrementar los esfuerzos para resolver los conflictos en los países de origen y reforzar las políticas que tiendan a una integración real en un marco común de derechos y obligaciones a los que Europa no puede renunciar sin traicionarse a sí misma volviéndose irreconocible.

De nuevo resuenan las palabras de Juan Pablo II en Santiago: “Si Europa es una, y puede serlo con el debido respeto a todas sus diferencias, incluidas las de los diversos sistemas políticos; si Europa vuelve a pensar en la vida social, con el vigor que tienen algunas afirmaciones de principio como las contenidas en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en la Declaración Europea de los Derechos del Hombre, en el Acta final de la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa; si Europa vuelve a actuar, en la vida específicamente religiosa, con el debido conocimiento y respeto a Dios, en el que se basa todo el derecho y toda la justicia; si Europa abre nuevamente las puertas a Cristo y no tiene miedo de abrir a su poder salvífico los confines de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los vastos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo, su futuro no estará dominado por la incertidumbre y el temor, antes bien se abrirá a un nuevo período de vida, tanto interior como exterior, benéfico y determinante para el mundo, amenazado constantemente por las nubes de la guerra y por un posible ciclón de holocausto atómico”.

Sin ese regreso a las raíces de Europa será imposible desarrollar políticas de integración ni proyecto alguno que pueda perdurar en el tiempo. He aquí la magnitud del desafío que debemos afrontar.

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