«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Quince años del 9/11

La mañana del 11 de septiembre de 2001 quince jóvenes saudíes, dos emiratíes, un egipcio y un libanés cometieron cuatro atentados terroristas en los Estados Unidos empleando sendos aviones de pasajeros. Estrellaron dos de ellos contra las Torres Gemelas en Nueva York, que se derrumbaron. Lanzaron otro contra el Pentágono en Arlington (Virginia). El cuarto atentado fue, en parte, frustrado por los propios pasajeros que iban a bordo de la aeronave: se enfrentaron a los terroristas, trataron de reducirlos y, finalmente, el avión cayó en un campo cerca de Shankville (Pennsylvania). Aquel día de septiembre de hace quince años los terroristas mataron a casi tres mil personas e hirieron a más de seis mil. Entre los muertos, se cuentan 343 bomberos y 73 policías que participaban en las tareas de evacuación en las torres.

Aquellos atentados fueron un aldabonazo para millones de norteamericanos y europeos, que tomaron consciencia de la amenaza que el islamismo y el yihadismo suponían -y aún suponen- para la civilización occidental. Este mismo horror lo venían sufriendo los ciudadanos de los países islámicos donde las distintas organizaciones radicales operaban -Afganistán, Argelia, Egipto- así como otros muchos no islámicos que padecieron atentados en su territorio, como Kenia y Tanzania. Desde todas partes llegaron muestras de solidaridad con los Estados Unidos.

El peligro no era nuevo, pero su gravedad se había minusvalorado en el discurso público. A lo largo de los años 90, en Cachemira, Somalia, Argelia, Bosnia, Afganistán y Chechenia, las organizaciones yihadistas venían cometiendo atentados terroristas de los que apenas se hablaba y que, desde luego, no se percibían como parte de una amenaza común. Se dio poco crédito a los serbios que denunciaban la presencia de los llamados “muyahidines” en Bosnia. Se soslayó el elemento yihadista en las Guerras de Chechenia. Parecía de mal gusto preguntar quién financiaba a estas organizaciones, quién las entrenaba, quién les suministraba armas… El sufrimiento de sus víctimas quedaba oculto tras el entusiasmo del final de la Guerra Fría y el pretendido fin de la Historia que popularizó el libro de Francis Fukuyama “El fin de la Historia y el último hombre” (1992), que a su vez ampliaba un artículo de 1989 en la revista The National Interest.

No era el primer atentado yihadista contra los Estados Unidos. Los atentados contra las embajadas de los Estados Unidos en Dar Es Salaam (Tanzania) y Nairobi (Kenia) en el año 1998 habían situado a Osama Bin Laden en la lista de los más buscados por el FBI. El atentado contra el destructor USS Cole en el puerto de Adén (Yemen) el 12 de octubre de 2000, apenas 11 meses antes del 11-S, anticipaba lo que vendría. Sin embargo, en general, las opiniones públicas de las democracias occidentales no dieron a esta ofensiva la importancia y la gravedad que merecía.

El 20 de septiembre de aquel año 2001 el presidente George W. Bush habló en una sesión conjunta del Congreso y el Senado en un discurso que inauguraba una nueva etapa en las relaciones internacionales. Allí empleó por primera vez la expresión “guerra contra el terrorismo” para describir el esfuerzo militar, político y económico para hacer frente a las organizaciones yihadistas así como a los Estados que las apoyen. En 2013, el presidente Barak Obama reformularía esta lucha: no se trataría de una guerra abierta sino de “una serie de esfuerzos constantes dirigidos a desmantelar redes concretas de extremistas violentos que amenacen a América”.

A lo largo de estos quince años, los atentados terroristas contra Occidente se han ido repitiendo con una frecuencia aterradora. Las sociedades europeas -y, entre ellas, por supuesto, la española- han ido tomando consciencia, de una forma trágica, de la amenaza que se cierne sobre Occidente. Los paréntesis de euforia y optimismo -en especial, las llamadas Primaveras Árabes”- cedieron ante la terrible realidad de la deriva radical de los acontecimientos. En Túnez y en Egipto, los islamistas ascendían al poder. En Siria y en Libia, las protestas desembocaban en dos guerras civiles que, a su vez, se transformaban en conflictos internacionales donde las potencias regionales combatían indirectamente entre sí. Los planes para remodelar Oriente Próximo fracasaron del mismo modo que los experimentos de revoluciones de masas movilizadas a través de la tecnología digital.

Seguimos viviendo a la sombra de aquellos primeros años del siglo. Aquel día 20 de septiembre George W. Bush formuló una pregunta que aún hoy se hacen millones de estadounidenses y europeos. También aventuró una respuesta. Cito en la traducción al español del sitio web de la Casa Blanca:

Los estadounidenses se preguntan: ¿Por qué nos odian?

Odian lo que vemos aquí mismo en esta cámara — un gobierno elegido democráticamente. Sus líderes son autodenominados. Odian nuestras libertades — nuestra libertad de religión, nuestra libertad de expresión, nuestra libertad de elección y asamblea y nuestro derecho a tener diferentes opiniones.

Ellos quieren derrocar a los gobiernos de muchos países musulmanes como Egipto, Arabia Saudita, y Jordania. Quieren sacar a Israel del Medio Oriente. Quieren sacar a los cristianos y a los judíos de las vastas regiones de Asia y África.

Estos terroristas matan no sólo para acabar con vidas, sino para interrumpir y ponerle fin a nuestra forma de vida. Con cada atrocidad, esperan que Estados Unidos tenga más temor, retirándose del mundo y abandonando a nuestros amigos. Se levantan contra nosotros porque nosotros estamos en su camino.

No nos engañan sus simulaciones de piedad. Hemos visto a aquellos de su tipo anteriormente. Son los herederos de todas las ideologías asesinas del Siglo XX. Al sacrificar la vida humana para avanzar sus puntos de vista radicales — al abandonar todos los valores en su afán de alcanzar el poder, siguen el camino del fascismo, el nazismo y el totalitarismo. Y seguirán ese camino hasta el final, hasta donde concluya: en la tumba sin lápida de las mentiras que han sido descartadas a través de la historia.

Estos atentados de hace quince años afectaron a todo Occidente y nos imponen una reflexión sobre lo que está sucediendo en nuestro continente.

Europa se debate hoy entre la salvación de su modo de vida o la cesión progresiva -que no es sino una forma de claudicación- en sus valores y principios más profundos. En su curso de 1972-1973 sobre Tucídides, Leo Strauss reflexionó sobre la naturaleza de la civilización occidental y sus raíces en la filosofía griega y la tradición judeocristiana. Un texto que se hizo célebre en aquellos años y que hoy, por desgracia, parece algo olvidado, era la oración fúnebre que el célebre historiador ateniense pone en boca de Pericles y que resume el espíritu de Occidente, que sigue siendo una promesa de libertad y dignidad para millones de seres humanos:

Nuestra constitución política no sigue las leyes de las otras ciudades, sino que da leyes y ejemplo a los demás. Nuestro gobierno se llama democracia, porque la administración sirve a los intereses de la masa y no de una minoría. De acuerdo con nuestras leyes, todos somos iguales en lo que se refiere a nuestras diferencias particulares. Pero en lo relativo a la participación en la vida pública, cada cual obtiene la consideración de acuerdo con sus méritos y es más importante el valor personal que la clase a la que pertenece; es decir, nadie siente el obstáculo de su pobreza o inferior condición social, cuando su valía le capacita para prestar servicios a la ciudad. […]

Y, además, para mitigar el trabajo, hemos procurado muchos recreos al alma; hemos instituido juegos y fiestas que se suceden cada año; y hermosas diversiones particulares que a diario nos procuran deleite y disminuyen la tristeza. La grandeza e importancia de nuestra ciudad atrae los frutos de otras tierras, de modo que no sólo disfrutamos de nuestros productos, sino de los que nacen en el universo entero.

En lo que se refiere a la guerra, somos muy distintos a nuestros enemigos, porque nosotros permitimos que nuestra ciudad esté abierta a todas las gentes y naciones, sin vedar ni prohibir a cualquier persona que adquiera informes y conocimientos, aunque su revelación pueda ser provechosa a nuestros enemigos; pues confiamos tanto en los preparativos y estrategias como en nuestros ánimos y vigor en la acción. […]

Envidiad pues su suerte, decid que la libertad se confunde con la felicidad y el valor con la libertad y no miréis con desprecio los peligros de la guerra. No penséis que los ruines y cobardes que no tienen esperanza de mejor suerte son más razonables en guardar su vida que aquellos cuya vida está expuesta al peligro se aventuran a pasar de la buena a la mala fortuna y que si fracasan verán su suerte completamente transformada. Pues para un hombre sabio y prudente es más dolorosa la cobardía que una muerte afrontada con valor y animada por la esperanza común.

(Historia de la Guerra del Peloponeso II 34)

Europa -y en general, Occidente- corre el riego hoy de ceder y abandonar el espíritu de dignidad y libertad que inspiró a nuestra civilización y que hoy siguen amenazando los yihadistas y los islamistas que pretenden convertir las sociedades europeas en sociedades islámicas. El islam es una religión que profesan millones de ciudadanos europeos. El propio George W. Bush reconoció en aquel discurso que “aquellos que cometen maldades en nombre de Alá blasfeman el nombre de Alá. Los terroristas son traidores a su propia fe, que en efecto tratan de secuestrar el propio islam. Los enemigos de los Estados Unidos no son nuestros muchos amigos musulmanes; no son nuestros muchos amigos árabes. Nuestro enemigo es una red radical de terroristas, y todos los gobiernos que los apoyen”. El islam no es el problema.

En realidad, esta libertad religiosa es una de las cosas que hace grande a nuestra civilización. Debemos defenderla porque, sin ella, la propia idea de Occidente carece de significado. Junto al esfuerzo en materia de seguridad y defensa militar y policial -la lucha contra el ISIS, por ejemplo, o la prevención de atentados terroristas como los que han golpeado a Francia y Alemania- hay un desafío cultural que obliga a reflexionar sobre qué significan Europa y Occidente.

Por eso, los grandes debates que se plantean hoy en nuestras sociedades desde la inmigración de países islámicos hasta la construcción de alminares, el uso de los distintos tipos de pañuelo para cubrir la cabeza de las mujeres, el burkini o bañador largo y otras tantas cosas deben afrontarse desde esta perspectiva de defensa de la libertad de todos: la de los musulmanes, sin duda, pero también la de aquellos que no quieren vivir en una sociedad islamizada. A propósito de esto, hay que recordar, por cierto, el estatuto de las minorías religiosas en algunos países islámicos y su situación de amenaza y postración, así como el riesgo de desaparición que gravita sobre ellas. Sirva como ejemplo, aquí, en Europa, la tragedia de los cristianos en Kosovo-Metohija, que viven amenazados y hostigados.

Nuestra civilización se ha construido sobre el reconocimiento del heroísmo individual. En los atentados de hace quince años murieron cristianos, judíos, musulmanes, hindúes… Aquel día de septiembre hubo centenares de héroes que murieron para salvar a otros. Los ha habido también en los años posteriores. Esta columna rinde un homenaje a su valor y eleva una oración por las víctimas de los atentados del 11 de septiembre de 2001.

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