El martes pasado se cumplieron 418 años del fallecimiento del rey Felipe II (1527-1598), que llegó a serlo de España, Sicilia, Cerdeña, Nápoles, Inglaterra e Irlanda -durante algo más de cuatro años- y Portugal. Esto no fue todo. Gobernó los Países Bajos. Fue duque de Milán y tuvo como predecesor a Federico II Sforza, hijo de Ludovico Sforza El Moro, aquel gran humanista que fue mecenas de Leonardo da Vinci. El rey había nacido en la Europa del Renacimiento, cuya luz se extendió desde Italia hasta Cracovia y Lisboa. A bordo de las flotas de España y Portugal, la claridad humanista alcanzó América, China, Japón y la India. Frente a tanto nacionalismo excluyente y etnicista, deberíamos recordar más a menudo que la vocación peninsular fue marítima y universal. Ningún país con mar es pequeño y España -que, a la sazón, eran las Españas- los surcó todos. A mí me gusta mucho la expresión portuguesa “na altura”, que significa “en aquel momento, en aquel periodo”, es decir, en aquella altura del tiempo.
Pues bien, en aquella altura, estos reinos habían subido lo más alto que se podía llegar. En esa hora de España -como tituló Azorín uno de los más bellos libros- vino a nacer y morir el rey Felipe, cuya corona, como recordó Ludwig Fandl, sería “la órbita del sol”. Incluso después de su muerte, el nombre de España seguía inspirando seguridad a sus aliados, temor a sus enemigos y admiración a todos. Así fue hasta muy entrado el siglo XVII.
La Historia no ha sido muy generosa con Su Católica Majestad. Bueno, en realidad los historiadores que han estudiado más su figura, desde Geoffrey Parker hasta Henry Kamen y Fernández Álvarez, han arrojado una mirada mucho más rica y matizada que el tópico del monarca vestido de negro riguroso, severo, tristísimo, cruel y despiadado. La Leyenda Negra se ha ensañado especialmente con este hijo de una reina de Portugal y un Emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico.
Nacido en 1527, el príncipe se crio con su hermana María hasta los siete años. Curiosamente, este hombre de gabinetes y legajos con anotaciones al margen, tardó en aprender a escribir. A los siete años, un miembro de la corte ordenó que se le compusiese sendos libros para aprender lectura y gramática. Además, le tradujeron la Institución del Príncipe Cristiano, que el gran Erasmo de Rotterdam había escrito en latín en honor del emperador Carlos en 1516. Pudieron nombrarle como tutor a Juan Luis Vives, que ya había sido tutor de María Tudor, pero finalmente el nombramiento recayó en el obispo Juan Martínez Siliceo, un matemático extraordinario. Tuvo otros preceptores: Cristóbal, Calvete de Estrella, latinista y helenista; Honorato Juan, que enseñó al príncipe matemáticas y arquitectura; y Juan Ginés de Sepúlveda, profesor de Historia y Geografía. Sin embargo, a diferencia de su padre, un políglota imponente, el joven Felipe apenas logró entender el portugués, el francés y el italiano, pero nunca llegó a hablarlos.
Además, el joven Felipe cultivó la melomanía. En 1540 -tenía sólo trece años- se ordenó la reparación de los órganos de la capilla del príncipe. Este muchacho solo viajaba si lleva consigo sus órganos, sus músicos y su coro. Seguramente aprendió a tocar la vihuela. Sin embargo, el príncipe no sólo era melómano. También era bibliófilo y lector.
Desde 1540 -nótese que solo tenía trece años- comenzó a comprar libros y a formar su propia biblioteca. Sus primeras adquisiciones fueron “La guerra de los judíos”, de Flavio Josefo; las
“Metamorfosis”, de Ovidio; y la Biblia en cinco volúmenes. Así comenzó una pasión por la bibliofilia que lo acompañaría siempre.
Felipe envía emisarios y agentes en busca de libros. En 1541, Calvete de Estrella compra para el rey una colección que aún hoy nos admira. Quizás debería decir que “sobre todo hoy debería admirarnos”. En un tiempo como el nuestro, a pesar de que el acceso a la cultura y el conocimiento jamás ha sido tan fácil para quien lo desee, ser un ignorante no es óbice para llegar muy alto. Pero volvamos a Calvete de Estrella, que en 1542 se hace en Salamanca con los “Adagios”, las “Querella de la paz”, el “Elogio de la locura” de Erasmo, las “Fábulas” de Esopo en latín y en griego y los tratados de Durero sobre arquitectura y geometría.
Los gustos del futuro rey no descartan lo prohibido ni lo oculto. Se hace con obras prohibidas por la Inquisición. Por ejemplo, en 1543, en Valencia, se pagan a su orden ciento cuarenta y cuatro maravedíes por un Corán. El interés de este joven por la cultura es insaciable: compra los tratados de arquitectura de Serlio y Vitruvio en italiano, los diez volúmenes de las obras completas de Erasmo, el tratado sobre la inmortalidad del alma de mi admirado Pico della Mirandola y “De revolutionibus” del polaco Copérnico. Su colección incluye los libros de Marsilio Ficino, el humanista neoplatónico, y de Johannes Reuchlin. En 1547, compra de una tacada ciento treinta y cinco libros de la Imprenta Aldina, que regentaba en Venecia el inmortal Aldo Manuzio, espejo de bibliófilos, impresores, libreros y coleccionistas. De ellos, ciento quince están en griego, siete en latín -entre ellos, la “Historia natural” de Plinio- y trece en italiano, incluidos Dante y Petrarca. Podría seguir enumerando el catálogo de este príncipe humanista, pero sería interminable. Baste apuntar que su curiosidad lo llevó a la “magia” y, en su biblioteca, atesoraba libros de cábala, astrología y hermetismo.
Se suele decir que la gran experiencia que abrió los ojos del príncipe al mundo fue el célebre periplo por el imperio entre 1549 y 1552. Calvete de Estrella escribió la crónica de este viaje asombroso que es, en realidad, un recorrido por la cultura europea de su tiempo. Allí leemos las descripciones de las cortes, los bailes, los jardines y las fiestas, los torneos, los palacios y todo aquello que Felipe trataría de evocar en el complejo de El Escorial, que hoy es muy distinto del opus magnum que concibió el rey. No obstante, creo que ese viaje hubiese sido muy distinto si el príncipe hubiese carecido de la cultura humanística que adquirió en sus primeros años. Hoy muchos viajan por el mundo y vuelven sin aprender nada o casi nada porque, en realidad, ya partieron vacíos de interés, curiosidad y espíritu de aventura. El viaje le devuelve a uno lo que uno lleva consigo y el bagaje intelectual del rey era fabuloso.
Luego vendrían muchas otras cosas, pero esos años iniciales construyeron la personalidad de un monarca impresionante. La caricatura que, a veces, se traza de él no le hace en modo alguno justicia. Hace 418 años, falleció en San Lorenzo de El Escorial, un humanista que encarnó como pocos el espíritu de una época y cuya biblioteca sigue deslumbrándonos.