Ucrania es un país escindido por profundas divisiones históricas, culturales, políticas; divisiones que pueden trazarse alrededor del río Dniéper entre un oeste de atmósfera histórica polaco-lituana, volcado por naturaleza hacia occidente, y un oriente hondamente rusificado que ve en Moscú a su aliado no menos natural. La Rusia histórica nació precisamente en Kiev.
Todo esto es algo que, a estas alturas, ya sabe todo el mundo. Lo que no se está diciendo con suficiente claridad es que unos y otros, pro-occidentales y pro-rusos, son exactamente igual de ucranianos. Esta dualidad es consustancial al país. El gran error de los gobiernos ucranianos, tanto el del pro-occidental Yuschenko como el del pro-ruso Yanukovich, ha sido no entenderlo: unos y otros se han mostrado incapaces de construir la unidad de Ucrania porque cada cual partía de su propio concepto de la identidad ucraniana, concepto que por principio excluía al otro. Pero unos y otros –hay que repetirlo- son igualmente ucranianos.
No ha sido ese el único error que ha conducido a la actual crisis. Se equivocó también la Unión Europea al plantear el tratado de asociación de Ucrania en unos términos que parecían preconcebidos para romper al país en dos. Se equivocó Rusia al respaldar a Yanukovich cuando a éste ya se le había ido el problema de las manos. Se equivocaron igualmente los Estados Unidos al fomentar las revueltas populares para crearle a Rusia un conflicto en su patio trasero. La estrategia norteamericana de los últimos años parece orientada exclusivamente a crear divisiones y querellas: en Irak, en Afganistán, en las “primaveras árabes”, en Siria… también en Ucrania. Cierto que estas divisiones, sin duda, debilitan a los enemigos de Washington: para Rusia, que venía de obtener sonadas victorias diplomáticas en Siria e Irán, es un serio golpe. Pero la eficacia de la estrategia norteamericana queda puesta en entredicho cuando se constata la pobreza de sus beneficios: los Estados Unidos se han convertido en el patrón que nadie desearía tener.
A todos estos errores diplomáticos hay que sumar la gigantesca ceguera, seguramente culpable, de los grandes medios de comunicación, que han presentado las revueltas ucranianas como la justa efervescencia de un pueblo oprimido contra un gobierno títere (de Rusia) y dictatorial. Tal ha sido la visión transmitida además por numerosos portavoces oficiales de los Estados Unidos y de la Unión Europea. Esto ha calentado los ánimos y, lo que es más grave, ha situado la cuestión en un punto en el que es imposible entender nada.
Recordemos algunas cosas esenciales. Primera y ante todo: el gobierno del derrocado Yanukovich no era menos democrático que el de su predecesor Yuschenko. Fue elegido en unos comicios presidenciales celebrados en 2010 con las mismas garantías que otras convocatorias. Alentar la rebelión contra él ha sido tanto como entrometerse en la política interior de un país para subvertir el orden –insistamos- democrático. ¿Imagina alguien que la comunidad europea se hubiera manifestado en mayo del 68 contra el general De Gaulle y a favor de los revoltosos del Barrio Latino de París, hasta el punto de provocar el derrocamiento del presidente? Esto ha sido un poco lo mismo. Sin duda la democracia ucraniana es muy perfectible, pero, en cualquier caso, no estamos especialmente cualificados para mirar por encima del hombro a las democracias ajenas en países donde, como el nuestro, hay un grupo terrorista ocupando escaños y el gobierno de los jueces es elegido directamente por los partidos políticos. Pongamos las cosas en su sitio.
Ahora, con el país roto, la mitad pro-rusa de Ucrania vuelve los ojos a Moscú y el Kremlin, como es natural, se dispone a marcar territorio. Lo hará invocando el derecho de la minoría rusa a mantener su libertad. En Occidente se levantarán voces escandalizadas –y Obama ya ha advertido a Putin en ese sentido-, pero hay que recordar que una intervención rusa en Ucrania (por ejemplo, en Crimea) no haría sino seguir el ejemplo señalado por Occidente cuando intervino unilateralmente en Kosovo contra Serbia, que era un estado soberano. ¿Fue legítimo lo de Kosovo y sería ilegítimo lo de Crimea? Hipocresías no, por favor.
¿Qué hay detrás de todo esto? Intereses tan viejos como la política. Rusia está tratando de recomponer su área geopolítica después del hundimiento del sistema soviético y de la catástrofe del periodo Yeltsin (setenta años de infierno y nueve de prórroga). Esa recomposición pasa por crear espacios de cooperación preferente con Bielorrusia, Ucrania y Kazajistán, por organizar redes de influencia política y económica con sus vecinos asiáticos (empezando por China, y de ahí la Organización de Shanghai) y por plantear una alternativa multipolar a la hegemonía mundial norteamericana. Esa es su política y no puede ser otra, porque la política exterior de las grandes naciones, con frecuencia, obedece a leyes que no tienen que ver con ideologías ni con coyunturas, sino que nacen de intereses objetivos, materiales.
Los Estados Unidos, como es igualmente lógico, tratarán por todos los medios de evitar que Rusia alcance sus objetivos, y ya han empezado a actuar con los movimientos financieros que han arruinado la cotización del rublo. Esto, seguramente, lo habría hecho cualquier otro gobierno norteamericano, porque el interés fundamental de Washington es que Moscú no llegue a ser determinante en la política internacional y, sobre todo, en el corazón centroasiático. No es tampoco una cuestión moral –mucho menos de libertades públicas-, sino puro realismo político. El problema para nosotros, europeos, es que la desestabilización de Ucrania significa enrarecer hasta lo inhabitable las relaciones con Rusia y poner en peligro las importaciones de gas: el 85% del gas ruso que consume Europa pasa a través de Ucrania. Para colmo de males, la política exterior común de la Unión Europea con frecuencia diverge de las políticas exteriores de los países miembros –Alemania, Francia, etc.-, lo cual anula de hecho nuestra capacidad para ser relevantes en esta crisis. Y así Washington no nos escucha y Moscú no nos oye.
Estas son, objetivamente, las piezas que hay sobre el tablero. La libertad del pueblo ucraniano es sin duda importante, pero hay que pensar en todo el pueblo ucraniano, no sólo en la parte que más simpática le resulta a nuestros medios de comunicación. Y por otro lado, se trata de un problema interno ucraniano, no de un objeto de cruzada internacional. Ucrania y Rusia no son dos “estados fallidos” centroafricanos: son dos naciones desarrolladas, civilizadas, y emplear con ellas la retórica redentorista que tanto gusta en Europa sería un verdadera disparate. Rusia no es la mala de esta película.