No les llega la camisa al cuerpo. Van a cumplir tres años en el poder y el balance es simplemente desastroso. En Génova y en la Moncloa –lo ha contado Gaceta.es- creen que por este camino “no llegamos ni a mayo”, fecha de las elecciones municipales y autonómicas. Hay augurios aún peores. La otra noche, a orillas del Guadiana, durante la gala de los premios “Ciudad de Badajoz”, un veterano y agudísimo observador de la vida política vaticinaba en el secreto de un corrillo que el PP está a punto de acabar como UCD. ¿Nos acordamos de la UCD entre 1979 y 1982? De 186 escaños a 11 en sólo tres años, el partido roto y sus principales nombres arrastrados por el fango. Ese es el miedo en el PP. Hay atmósfera de “sálvese quien pueda”.
Sálvese quien pueda, sí. ¿Y quién va a poder? Sólo los que en sus comunidades y municipios hayan conseguido ganarse la confianza personal de los ciudadanos por encima de las siglas. En un corrillo cercano de la referida escena pacense andaba el presidente extremeño, José Antonio Monago, que será previsiblemente uno de los salvados, como Feijoo en Galicia o Rudi en Aragón, o como muchos alcaldes que, a estas alturas, ya saben que sus posibilidades de victoria dependen exclusivamente de que sean capaces de presentarse como un nombre propio, sin vinculación sustantiva con el PP de Rajoy, Soraya y Cospedal. El paisaje después de las próximas elecciones autonómicas y municipales será probablemente este: un batacazo histórico del PP y, sobreviviendo al naufragio, una miríada dispersa de comunidades, diputaciones y alcaldías cuya subsistencia dependerá de que no les confundan con Génova. En otras condiciones, alguna voz en el partido se dejaría oír para decir algo. Pero el PP de Rajoy –aunque esto empezó con Aznar– es una suerte de estructura sovietizante donde toda disidencia lleva al Gulag. Nadie hablará. Ni siquiera cuando ya es demasiado tarde.
Lo asombroso es que nadie había tenido nunca en España tanto poder en sus manos como Rajoy en noviembre de 2011: mayoría absolutísima en el Congreso (186 diputados de 350) y en el Senado (161 senadores de 266), la mayor parte del poder local y autonómico bajo sus siglas, una oposición desacreditada y hundida, una derecha social movilizada, un poder económico proclive, unos medios de comunicación doblegados por la crisis y un partido disciplinado. Ni siquiera Felipe González en 1982 había gozado de un mapa tan favorable. Incluso la atroz crisis económica hubiera podido jugar a favor de Rajoy, porque el estado en que Zapatero dejó a España era tan ruinoso que nadie habría opuesto resistencia significativa a una vigorosa rectificación. Pero no. El PP ha dilapidado ese inmenso capital y se las ha arreglado para convertir una ventajosa posición de poder en un catástrofe sin precedentes. Es impresionante.
¿Para quién ha estado gobernando Mariano Rajoy? No, desde luego, para sus votantes, que en su inmensa mayoría no entienden qué está pasando. Tampoco para cumplir el programa del PP, que en poco se parece a lo que tenemos delante. Las cosas que ha hecho Rajoy en estos tres años ni siquiera guardan coherencia con las ideas –valga el término- que el propio Rajoy había venido exponiendo en los años precedentes. Machacar a impuestos a las clases medias, prolongar las excarcelaciones de terroristas, asentar el poder local de los proetarras, flojear ante el separatismo catalán, tolerar la discriminación de los castellanohablantes, consolidar la ley de matrimonios homosexuales, mantener la ley del aborto, consagrar la politización de la Justicia, reafirmar la ley de memoria histórica, desmantelar a la derecha social, destrozar a la derecha mediática que más contribuyó a derribar al zapaterismo, etc. Es como si los tres años de Rajoy hubieran sido, en realidad, tres años más de Zapatero.
Hasta ahora el PP se escudaba en el argumento de que había dejado de lado la política para concentrarse en la economía, un efugio memo pero que muchos estaban dispuestos a creer. Las cifras, sin embargo, desmienten incluso esta última ilusión: el crecimiento renquea, el paro sigue siendo atroz, el Estado permanece en cifras insostenibles, el ciudadano de a pie no tiene expectativas de mejora y, lo que es peor, nadie parece capaz de proponer un modelo económico viable para el futuro de España, más allá de cuatro banalidades sobre el “valor añadido” y el “emprendimiento”. Un balance negro se mire por donde se mire.
¿Quién manda en Cataluña?, se preguntaba hace poco Rajoy. ¿Quién manda en Rajoy?, se está preguntando ahora la derecha social española (la derecha y también la izquierda, porque esto no hay quien lo entienda). ¿Qué ha llevado a este hombre, a este partido, a hacer exactamente lo contrario de lo que había prometido? En realidad esa es la pregunta capital de nuestro momento. Y las respuestas posibles dicen mucho sobre lo que España, colectivamente hablando, se juega en estas horas funestas.
Veamos. Cuando alguien que tiene todo en su mano hace lo contrario de lo que debe hacer, sólo caben dos opciones. Una, que es un inútil redomado. Otra, que actúa según un “programa oculto”, con unos objetivos predeterminados que ha escondido al público. ¿Es Rajoy un inútil? ¿Es todo el Gobierno de Rajoy una pandilla de ineptos? Parece evidente que no. Por tanto, hay que pensar en la segunda opción, a saber: este Ejecutivo ha actuado deliberadamente según un programa preconcebido, un programa no ya distinto, sino aun contrario al que defendió en las elecciones. ¿Cuál ha sido en la práctica la política del gobierno Rajoy? Seguir la estela de Zapatero en todo excepto en la política económica (y aun…). ¿Cuál fue la línea directriz de la política de Zapatero, prolongada por Rajoy? Muy fundamentalmente, disolver la continuidad histórica de España como sujeto nacional. ¿Estremece la hipótesis? Y sin embargo, eso es exactamente lo que estamos viendo pasar ante nuestros ojos.
Disolver la continuidad histórica de España como sujeto nacional. ¿Hay que explicarlo? Borrar la idea nacional como fundamento de la comunidad política (y poner en su lugar la supervivencia del sistema en sí mismo). Reconocer arbitrariamente un plus de legitimidad a las fuerzas separatistas (y entregarles por tanto la exclusividad del poder en sus respectivas regiones). Ceder poder político al terrorismo a cambio de un cese de la violencia (y así reconocer implícitamente que su lucha era correcta). Renunciar a proteger la lengua común como patrimonio colectivo (y consagrar de facto la desigualdad de los españoles ante la ley). Extirpar la identidad cultural española de la educación y de la vida cotidiana (y crear una sociedad que no sabe quién es ni de dónde viene). Reinventar una memoria histórica ficticia (y suprimir la realidad histórica de la nación). Desmantelar la tradición religiosa, fomentar políticas antinatalistas, reemplazar el vacío demográfico con población extranjera, subordinar la economía nacional a criterios marcados desde fuera, desistir de cualquier ambición soberana en política exterior, reducir la idea de nación a una risible “marca España”… ¿Hace falta seguir?
En el terreno de los hechos, nuestras elites políticas, de izquierdas y de derechas, coinciden en el designio de la extinción de España como agente político soberano en la historia. Eso es lo que hizo Zapatero y eso es lo que está haciendo Rajoy. Ese es el gran drama de nuestro sistema. Ese es el gran secreto. Y es aún más grave que la corrupción.