Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Simone Weil.
Simone Weil. Una mujer tan fascinante como incómoda. Incómoda porque, aunque empezó en el comunismo, no tardó en criticarlo severamente, lo cual la hace inaceptable para el pensamiento de izquierda. Incómoda también porque, siendo judía de origen, sin embargo siempre marcó grandes distancias con el judaísmo, razón por la que se le ha aplicado la crítica de “auto-odio”. Incómoda, en fin, porque, aunque acabó en el cristianismo, no es fácil adscribirla a ninguna corriente ortodoxa.
Incómoda, pues. Pero también fascinante. ¿Por qué fascinante? Por el ejemplo de una vida apurada hasta el último sorbo en busca de un ideal que no podía quedarse en los libros, sino que tenía que materializarse en la propia existencia. Eso fue la vida de Simone Weil.
Una sensibilidad a flor de piel
Simone Weil nació en Paris en 1909. Vino al mundo en una familia judía, pero alejada de la práctica religiosa. Su padre era un médico de fama; su hermano mayor, un célebre matemático. Ella se entregó al estudio desde muy niña. El perfil de Simone niña es el de un ser hipersensible. Para conocer el dolor del prójimo, decide privarse de golosinas. Acosada por terribles jaquecas, se asusta ante su propia ternura y se obsesiona con la idea de ser neutra, impersonal. Dotada de una inteligencia extraordinaria, estudió Filosofía y Literatura Clásica, a los diecinueve años ingresó con el número uno en la Escuela Normal Superior (el centro de formación del profesorado), obtuvo una cátedra de Filosofía y tres años después comenzaba a dar clase en un liceo. Era 1931. Años convulsos.
La joven Weil es una mujer extremadamente inquieta. Con una sensibilidad a flor de piel, hace bandera de la causa de los desfavorecidos y los explotados, ya se trate de las víctimas de una hambruna en China o de los obreros franceses en paro. Poseída por una curiosidad sin límites, viaja a Alemania para ver qué está pasando allí –el ascenso del nacionalsocialismo- y se reúne con Trotski en París para discutir sobre el
marxismo, la revolución rusa y Stalin. Simone se mete absolutamente en todos los líos que se le ponen por delante. Así termina convirtiéndose en una persona extremadamente incómoda para las autoridades docentes, que se ven obligadas a cambiarla de liceo una y otra vez. Hasta que la joven profesora Weil, veinticinco años, abandona su carrera.
Simone Weil acaba de escribir La revolución proletaria y decide vivir la condición obrera desde su propia experiencia. Trabaja como obrera en la fábrica de Renault. No se propone levantar a las masas, sino que es, insistimos, una experiencia personal: quiere fundirse en la masa anónima, sentir la marca del esclavo y que la desgracia del prójimo penetre en su carne y en su alma.
La revolución era mentira
¿Cómo definir en este momento a esta mujer asombrosa? Pacifista radical, sindicalista revolucionaria, anarquista, comunista libertaria… La preocupación religiosa parece lejos. Participa en el círculo comunista de París opuesto a Stalin, y en la huelga general revolucionaria de 1936. Cuando estalla la guerra civil española, se alista en la columna Durruti, anarquista, y va al frente. Según sus propias palabras, allí aprende a usar el fusil, pero nunca se atreverá a dispararlo. Pero aprende, además, algo que será decisivo en ella: el absurdo de aquella guerra y la gran mentira de la revolución. Las biografías al uso suelen pasar por alto este detalle, pero es sintomático que sea aquí, después de la experiencia en la guerra de España, cuando Simone Weil empiece a reorientar su pensamiento.
Para la joven revolucionaria, el encuentro con la revolución de verdad, con la violencia y la sangre, fue una experiencia aterradora. Baste para demostrarlo este fragmento de sus Escritos históricos y políticos:
“En Barcelona las expediciones de castigo mataban a una media de cincuenta personas cada noche (…) Mas las cifras no pueden ser lo esencial en casos así. Lo esencial es la actitud ante el asesinato. Nunca vi, ni entre los españoles, ni tampoco entre los franceses venidos ya para combatir, ya para pasearse –estos últimos solían ser intelectuales tiernos e inofensivos–, jamás vi –decía– a nadie expresar ni tan siquiera en la intimidad una muestra de repulsión, hastío o desaprobación (…) Hombres aparentemente valerosos (…) contaban con una sonrisa fraternal cuántos habían matado entre sacerdotes y «fascistas» (palabra que se utilizaba en un sentido extremadamente lato). Albergué el sentimiento de que, mientras las autoridades espirituales y temporales sigan estableciendo una categoría de seres humanos al margen de aquellos cuya vida tiene un valor, no hay nada más natural para el hombre que matar”.
Decepcionada de la guerra revolucionaria, Weil abandona el frente y viaja. Y lo que va a encontrar en su viaje es la experiencia espiritual. Ella cuenta que le asaltó por primera vez en Portugal, en un pequeño pueblo de pescadores donde estaba descansando con sus padres, al presenciar una procesión popular. Y el asalto definitivo lo sufrió –o lo gozó- en Asis, Italia, en 1937. Fue así: “En 1937 pasé en Asís dos días maravillosos. Allí, sola en la pequeña capilla románica del s. XII de Santa María degli Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo rezó san Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por vez primera en mi vida, a ponerme de rodillas”.
Aparece Dios
Simone trabó amistad con el dominico J.M. Perrin y con el filósofo cristiano Gustave Thibon. Pero todo eso formaba parte de una experiencia interior, mucho más que de un acercamiento intelectual al misterio de Dios. Porque hubo más experiencias como la de Asís en 1937. La más intensa la vivió al año siguiente, en el monasterio benedictino de Solesmes, en Francia, mientras seguía los oficios de Semana Santa. Fue al son de las campanas de Solesmes como Simone Weil percibió de manera absolutamente nítida la presencia de Dios. Le ocurrió recitando mentalmente un poema que le había dado a conocer un joven católico inglés. Ese poema se llama Love; lo escribió un autor del XVII, George Herbert, y decía así:
“El Amor me acogió, mas mi alma se apartaba,
culpable de polvo y de pecado.
Pero el Amor que todo lo ve, observando
mi entrada vacilante,
se acercó hasta mí, preguntándome con dulzura:
“¿Hay algo que eches en falta?”
“Un invitado -respondí- digno de encontrarse aquí”.
“Tú serás ese invitado”, dijo el Amor.
“¿Yo, el malvado, el ingrato? ¡Ah, mi amado,
si no puedo mirarte!”
El amor tomó mi mano y replicó sonriente:
“¿Quién ha hecho esos ojos sino yo?”
“Es cierto, Señor, pero yo los ensucié; deja que mi vergüenza
vaya donde se merece”.
“¿Y no sabes -dijo el Amor- quién ha tomado sobre sí la culpa?”
“¡Mi Amado! Entonces, podré quedarme…”
“Siéntate -dijo el Amor- y degusta mis manjares”.
Así que me senté y comí.”
A todo esto, Simone, ya profundamente cristiana, seguía sin bautizar. Era un trance que le asustaba. Lo que empezó a obsesionarle en ese momento fue reconciliar la modernidad con la experiencia cristiana y, aún más, con la experiencia religiosa en general, a través del pensamiento griego clásico. Tal vez hubieran podido salir de aquí grandes cosas. La guerra lo impidió. En 1940, ante la ocupación alemana, abandona París y se refugia en Marsella, en la Francia de Vichy, y después marcha a Nueva York, donde se encuentra ya su familia.
Simone Weil pudo haberse quedado en América, como tantos otros. No lo hizo. Incapaz de vivir con las comodidades de Nueva York mientras sus compatriotas franceses pasaban privaciones, decidió volver a Francia. Pero nunca volvería a pisar suelo francés. Resuelta a alistarse en la Francia Libre que el general De Gaulle dirigía desde Londres, nuestra protagonista propuso ser lanzada en paracaídas sobre Francia. En vez de eso, se la destinó a un trabajo de redactora en los servicios de propaganda. Afectada hasta la obsesión por el sufrimiento de sus compatriotas, Simone adoptó una vida de privaciones. Su salud se resintió. Enfermó. La ingresaron en el hospital de Ashford, en Kent. Murió allí el 24 de agosto de 1943, consumida por la tisis. Dicen que, en su lecho de muerte, una amiga la bautizó con agua del grifo.
En el curso de esta vida asombrosa, hecha a partes iguales de desdichas deliberadamente buscadas y de iluminaciones fulgurantes, Simone Weil escribió mucho y pensó aún más, pero apenas publicó nada. La gran mayoría de sus escritos fueron publicados después de su muerte. Y es entonces cuando empieza a aparecer, además de un testimonio personal vivísimo, un pensamiento lleno de tesoros.
Orden y libertad
¿Cómo definir el pensamiento de Simone Weil? Quizá simplemente así: la pasión por redimir a los hombres a través del espíritu. Redimir a los hombres, sí, porque el mito del progreso industrial los ha arrojado a la esclavitud. El número de los que sufren ha crecido exponencialmente, y nuestro deber es padecer con ellos. Pero eso no puede hacerse a través de revoluciones que sólo conducen a nuevas formas de esclavitud, sino que la redención tiene que obrarse a través del alma.
Nuestra autora sostenía que sólo es posible pensar contracorriente; por eso el pensamiento de Simone Weil es deliberadamente herético respecto a todas las ortodoxias. Además, pensaba que nada es comprensible intelectualmente si no pasa por aquello que constituye ontológicamente al ser humano, a saber, el sufrimiento, tanto propio como ajeno. En ese sentido la religión ofrece una atalaya privilegiada. Y quien desprecia la religión no sólo se instala en el oscurantismo, sino que trabaja a favor del totalitarismo.
El alma del hombre –dice nuestra autora- tiene necesidades que hemos de saber entender y satisfacer. Hay dos fundamentales: el orden y la libertad. Orden, asentado en el tejido de las relaciones sociales; un orden entendido como armonía, que previene contra la violencia. Libertad como posibilidad de elección sujeta a reglas, a límites cuyo sentido es asegurar la vida de la persona en el orden. La obediencia, la responsabilidad y la igualdad son algunos otros rasgos que conforman las necesidades del alma. En torno a todas ellas es posible construir el arraigo del hombre. Y si se niegan, en nombre de lo que sea, entonces el hombre queda condenado al desarraigo. Si miramos alrededor, veremos que Weil tenía razón.
¿Por qué, en fin, nos interesa hoy Simone Weil? Primero, porque es una mujer extraordinaria. Y además, porque su periplo vital e intelectual lleva impreso el sello de un siglo. Simone viaja desde el materialismo hacia la espiritualidad, desde la revolución hacia una idea superior de orden, desde el ateísmo hacia el cristianismo, desde los mitos de la modernidad hacia el anuncio de un tiempo nuevo. Ese viaje de Simone Weil sigue siendo hoy un auténtico programa para superar la miseria del presente. Por eso sigue viva, para nosotros, Simone Weil.
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