«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Para qué sirve un rey

La abdicación de Don Juan Carlos ha servido para que la izquierda, siempre dispuesta a pescar en río revuelto, plantee el debate de la República en un tono más conminatorio que reflexivo. Y al hilo de la discusión, uno constata algo que ya presumíamos: la sociedad española, que seguramente no quiere la República, tampoco tiene una idea sólida de la Monarquía y, aún peor, ni siquiera sabe exactamente para qué sirve un rey. Hay que decir que nuestra Corona ha contribuido esforzadamente a ello.

Un rey no es un señor (o señora, si es reina). O no es sólo eso. Un rey es, sobre todo, una institución. En una persona se encarna una institución cuyo aliento es más histórico que propiamente político. O si se prefiere: es una institución que transforma la Historia en Política, ambas con mayúscula. Eso es la corona. Una corona encarna la unidad de una nación y su continuidad en el tiempo; encarna una comunidad de pasado y una unidad de presente. Esta es, cabalmente, la única justificación de la monarquía. Se trata de algo que escapa, evidentemente, a la lógica democrática, porque la Historia no es electiva. Ahora bien, la democracia puede refrendar la existencia de la corona y unir, de esa manera, la lógica democrática con la lógica de la Historia.

Función de la Corona

España es un Estado democrático de derecho bajo la forma de una monarquía constitucional, con un régimen parlamentario de tipo liberal y representación ciudadana a través de partidos políticos. Aproximadamente. Hay un poder ejecutivo que corresponde al Gobierno de la nación, un poder legislativo que corresponde a las Cortes y un poder judicial que corresponde a los tribunales en sus diferentes escalones. También aproximadamente. La corona forma parte de este diseño por Historia, porque viene de antes, y también por voluntad de la mayoría, que la votó en un referéndum constitucional.

Ya sabemos todos que, por la pura práctica del poder, sobre este modelo ideal se ha extendido como una especie de mala hierba la partitocracia, es decir, el poder de los aparatos de los partidos, que ha terminado devorando las funciones ejecutiva, legislativa y hasta judicial. También sabemos que por encima y por debajo de estos poderes formales actúan otros no legítimos, sino simplemente fácticos, que a fecha de hoy descansan sobre todo en la oligarquía económico-financiera y que, en España como en todas partes, determinan buena parte de las decisiones en materia económica, mediática, política, militar, etc. Añádase a ello la fragmentación del poder causada por el modelo autonómico, que multiplica la descomposición. La partitocracia y la plutocracia son vicios que corrompen la democracia y la transforman en algo risible, pero, en todo caso, su existencia no altera el dibujo ideal.

Dentro de ese diseño ideal, la Corona, en España, tiene un papel no ejecutivo, ciertamente, pero en absoluto menor. La Constitución atribuye al rey, junto a un papel arbitral rara vez definido, la función de “guardar y hacer guardar la Constitución” (art. 61) y el mando supremo de las Fuerzas Armadas (art. 62), cometidos que, leídos combinadamente, no son poca cosa. Sobre todo si se tiene en cuenta que la misión de las Fuerzas Armadas es “garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional” (art. 8). Es verdad que la capacidad de decisión del rey en el resto de materias políticas es formalmente nula. No lo es, sin embargo, su capacidad de influencia y representación. Y precisamente por el mero hecho de ser corona.

El poder invisible

Con frecuencia se dice que en España, como en otras monarquías parlamentarias, “el rey reina, pero no gobierna”. No gobierna, en efecto, pero el verbo “reinar” tampoco carece de significado. Es verdad que tal significado varía según los lugares. La corona británica posee amplias prerrogativas mientras que la noruega, por ejemplo, está enteramente al margen del juego político. Pero en cualquier caso, la figura del rey aporta un ámbito de reconocimiento colectivo en algo que está más allá de los partidos y sus afanes por conquistar el poder. Esa figura es absolutamente imprescindible en cualquier orden político maduro. Por eso las repúblicas francesa o norteamericana, por ejemplo, se presentan frecuentemente como “presidencias coronadas”, pues su función se parece mucho a la de un monarca –dotado en estos casos, eso sí, de un fuerte poder ejecutivo.

Juan Carlos heredó de Franco un poder ejecutivo fortísimo: el contemplado en la Ley Orgánica del Estado de 1967, que atribuía al jefe del Estado competencia ejecutiva plena y una amplia iniciativa legislativa. La transición iniciada con la Ley de Reforma Política de 1976 transformó todos esos poderes hasta reducirlos a su mínima expresión. Sobre el papel, y salvadas las citadas funciones de la jefatura militar y de hacer guardar la Constitución, las prerrogativas del rey le sitúan cerca de lo que Fernández de la Mora llamaba “un augusto cero”. Esto fue así porque el propio Don Juan Carlos lo quiso. Simultáneamente, el rey compensó esa carencia de poder formal con una multiplicación de su influencia de hecho, extremo éste que ningún observador de nuestra política en los últimos cuarenta años estará en condiciones de negar.

El peso del rey en grandes decisiones económicas, políticas, militares y diplomáticas ha sido muy considerable. Y no se ha manifestado públicamente, sino que más bien se ha conducido como una suerte de “poder invisible”, práctica que, por otro lado, se ajusta muy bien al conocido recurso del “borboneo” que con tanta intensidad ha cultivado Don Juan Carlos. Lo malo de ese “poder invisible”, en unas condiciones como las actuales, con la mencionada fragmentación neofeudal del poder entre partitocracia, plutocracia y taifas autonómicas, es que al final ha terminado sumergiendo a la institución monárquica en el lado oscuro de la vida pública. Por eso ha sido posible, por ejemplo, un “caso Urdangarín”. La corrupción del poder público en España no ha sido producto de la Corona, pero la ha afectado también. Y no la ha afectado por el ejercicio de sus prerrogativas visibles, sino por el despliegue de su influencia «invisible».

Y ahora, ¿qué?

Ahora la Corona se encuentra en una situación compleja: el heredero tiene las funciones constitucionales que tiene, pero, por pura lógica, no podrá desplegar la influencia personal que su predecesor ha acreditado. Esto quizá sea bueno para la salud de la democracia, pero no tiene por qué ser bueno para el Estado. Será difícil mantener la misión de garantizar la unidad nacional y personificar la continuidad histórica de la nación española en un contexto en el que los poderes de hecho –partitocráticos, económicos, etc.- trabajan todos los días al margen de esas consideraciones o directamente contra ellas.

Ya han empezado a escucharse las voces –en La Gaceta llevamos muchos meses vaticinándolo- que empujan a Felipe de Borbón a pilotar una reforma constitucional en el sentido de una fragilización aún mayor de la unidad nacional: estatutos semi confederales para Cataluña y el País Vasco que permitan a las oligarquías de esas regiones mantener sus negocios en el resto de España y, al tiempo, doten a esos territorios de algo muy parecido a una independencia sin otro vínculo formal con España que la Corona. Como Canadá respecto al Reino Unido. El proyecto está sobre la mesa desde que Herrero de Miñón –hace ya muchos años- lo fabricó para el nacionalismo vasco. A Felipe VI van a venderle que será la única manera de relegitimar a la monarquía. Pero será exactamente lo contrario.

Si España gira hacia el modelo confederal que pretende cierta izquierda, bien engrasada por unas oligarquías económicas que no atienden más que a su negocio, probablemente conoceremos una pausa en el perpetuo desgarro secesionista, pero ¿hasta cuándo? Hace pocos días Jordi Pujol escribía en La Vanguardia que Don Juan Carlos («tranquil, Jordi, tranquil»….) había dejado de ser “positivo para Cataluña”. Cría cuervos… Don Felipe debería aprender la lección. No es a los poderes neofeudales –partitocráticos, plutocráticos o regionales- a quienes debe contentar un rey. Es a la nación: al poder público por antonomasia. Sin nación, no habrá Corona.

Quizá vaya siendo hora de plantearse si, puestos a reformar la Constitución, cabría atribuir al rey alguna función más que subraye su papel de guardián de la propia Constitución. Por ejemplo, derecho de veto en determinadas materias que afecten al Título Preliminar, es decir, el que describe la base legal del propio Estado y el contexto de los derechos ciudadanos. En la cultura política española se ha hecho muy difícil reflexionar sobre estas cosas porque todo el mundo parece haber aceptado, implícitamente, la noción de que el poder del rey ha de ser invisible. Pero en la monarquía británica, por ejemplo, la denominada “Prerrogativa Real”, que se ejerce a través del consejo de ministros pero no requiere de aprobación parlamentaria, convierte al soberano en un poder ejecutivo de facto, aun con todas las limitaciones conocidas. Esto es importante porque, en pura reflexión política, un Jefe del Estado sin capacidad para conservar el propio Estado no deja de ser un contrasentido. No faltará quien diga que es un recurso poco democrático, pero ¿cabe algo más democrático que hacer visible el poder invisible, para controlarlo mejor?

Mantener la unidad nacional. Personificar la continuidad histórica de la nación española. No es sólo la función de la Corona. Es, además, su única oportunidad de supervivencia.

TEMAS |
.
Fondo newsletter