«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

Adolescentes Sin Fronteras

13 de junio de 2024

Un profesor es llamado a declarar como testigo ante un juez por una agresión que sufrió una alumna y se encuentra con que un juez le monta un pollo por llevar pantalones cortos, coronando su enfado con esta afirmación que el afectado encuentra intolerable: «Yo soy aquí la autoridad». Ni corto ni perezoso, compungido y enervado, corre el señor a su red social favorita a pasear su malestar, siendo apoyado en su sinrazón por una alegre multitud de personas que están en la misma casilla de salida respecto a tantas cosas.

No pasa un día sin que descubramos otro boquete en el cabal entendimiento de los asuntos más prosaicos. El arcano que se le escapó a nuestro profesor es que hay que vestir acorde con la dignidad de un tribunal de justicia, un lugar donde ocurren cosas serias, graves, que importan, y en donde, además, se busca cierta igualación social en la vestimenta, porque impartir justicia es un acto ritual de la democracia. Y es que tampoco se puede ir con traje de visón y haciendo ostentación de joyas, transmitiendo que uno es muy distinto a los demás y despreciando, en suma, ese acto bellamente igualador que implica someterse a los usos comunes. Cada vez que, en situaciones así, alguien grita «derecho a la moda», pienso que es gente que, sencillamente, se da aires.

Andan demasiados llamando «caduca tradición» a todo lo que supere en edad al penúltimo iPhone. No hay que confundir convención con decoro. Personalmente, soy algo desastrado, y hasta un ocasional hortera de proximidad (en la intimidad de mi hogar y en las inmediaciones del container de basura de mi barrio); pero, como no tengo quince años, ya entendí que si vestimos de determinadas formas en ciertos lugares no es por una vieja opresión encubierta, sino por respeto a los otros. Hay en la vestimenta un prurito de ciudadanía. En las empresas, no se crean, está pasando otro tanto; en las últimas entrevistas de personal que hice contabilicé unos cuántos shorts con sus pantorrillas peludas. No sirve como investigación científica, pero les diré que hallé cierta correlación entre la longitud del pantalón y las ganas de trabajar de los entrevistados.

Si se saber elegir también se aprende en Twitter. Un tuitero que respondió al profesor le trajo a colación un principio de la Cartilla de la Guardia Civil de 1845: «El desaliño en el vestir infunde desprecio». Demostración enésima de que en el pasado no sólo hay cosas carcas, heteropatriarcales, pardas y fachas, sino también perlas de sabiduría, porque algunas de las hechuras del ser humano y sus formas de convivencia son universales.

Pedimos todo, damos nada: a esto lo llamó Giovanni Sartori «sociedad reivindicativa». Salió al quite del atribulado tuitero toda una cohorte de empáticos pidiendo la cabeza del juez ensartada en una pica. «Clasista», «retrógrado» y «memo» fue lo menos que le gritaron los miembros de esa concurridísima y creciente ONG, Adolescentes Sin Fronteras. Los más salerosos vieron en la admonición del juez un signo del derrumbe del sistema; no la ley de impunidad, digo de amnistía: la mamarrachada esta. La mayoría de ellos descubrió, tuit mediante y anteayer, que hay códigos en el vestir éticamente (políticamente) exigibles, nuevo indicio de cuántos son hoy capaces de pasar la vida entera en el ámbito hogareño y como mucho el vecinal, pero en el civil nunca (y a lo mejor han turisteado veinte países, no se crea).

Alguna matización hizo la hinchada. Alguien comentó, por ejemplo, que no era correcto ir en pantalón corto a un juzgado o dar clase de esa guisa; pero enseguida añadió que «evidentemente» era una opinión particular, y que cada cual podía hacer lo que quisiera. Ahora bien: o no es correcto, o es sólo una opinión; las dos cosas no se pueden. Esta es la base del ridículo entuerto, que todo es ya personal y subjetivo, todo estético y nada ético; y que nada es en definitiva real, todo es fingido, que, como escribe Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo, «cortesía» es solo el nombre del tipo de hipocresía más aceptable.

Luego está lo de la autoridad. Hablé de ello en otra ocasión y respecto a otro asunto, la enseñanza, y lo primero que haré, ahora como entonces, es recomendarles que lean a una autoridad en la autoridad, valga la redundancia: la magistrada Natalia Velilla (La crisis de la autoridad). Lo segundo será recordar que una cosa es el autoritarismo, siempre a erradicar, y otra la autoridad, a secas, que sigue siendo la base de cualquier polis que aspire a no desaguar en la alcantarilla del malestar continuo y al final en el enfrentamiento. «Será juez, pero NO ES la ley», le escribió otro ciberempoderado; y luego dicen que para qué hay que explicar cómo funciona nuestro Estado de derecho, esa fruslería.

Llamamos cultura, educación, profesionalidad, civismo, cortesía y saber estar a un montón de cosas que no están regladas. Pero estamos en la locura de creer que la libertad es que no haya norma alguna; en el nihilismo llevado a la práctica diaria y la escandalera de los adanistas. Tenemos serios problemas de madurez generalizados, y estamos reivindicando derechos como el de vestir a nuestro gusto que palidecen, a poco que a uno le importen los demás, con los deberes que los ciudadanos verdaderamente libres asumen. Creer que se puede ir a un juzgado como se va a un chiringuito y pretender al ser desasnado denunciar al magistrado también es mentar el lawfare. Pero qué puedes extrañarnos ya, cuando hasta el presidente de nuestro país va en playeras intelectuales y éticas y a todo trapo.

Sirva la anécdota para otra reflexión: las redes sociales, en tanto válvula de escape, actúan como letal obstáculo para el aprendizaje, pues en lugar de tratar el asunto con alguien razonable, el afectado recibe, primero, el abrazo bobalicón y acrítico de los igualmente ignorantes, y después el ataque inmisericorde de quienes disfrutan riéndose de las carencias ajenas. Sobra tribalismo, falta misericordia. Esto último, a su vez, atrinchera al ignorante en su pose zaherida, confinándolo en su burbuja y alejándolo del freudiano principio de realidad. Entre medias, los de siempre ganan dinero: insulto a insulto y zasca a zasca, tenemos un lucrativo guirigay, y ninguna enseñanza. Creíamos que internet sería un bólido para el conocimiento, pero corre como mínimo igual de rápido la ignorancia. Lo cual recuerda a aquello que un estudiante grabó a cuchillo en un pupitre de la Universidad de Salamanca: «La cultura me persigue, pero yo soy más rápido».

P.D. El objeto de este artículo no es hacer escarnio de un ciudadano que mete la pata en redes —a pesar del confeti de likes con que lo asperjaron—, y por eso no se enlaza su tuit ni se lo identifica: es justo y necesario. Si acaso, quienes investigamos lo humano, hemos de agradecerle, porque intervenciones como la suya nos ayudan a vislumbrar cómo están las cabezas.

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