«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

Vivir del cuento

18 de abril de 2024

Hay días que esta columna me la escriben otros. Titulaba el otro día un diario una entrevista a la filósofa Helen Hester en estos términos: «Si no vendes cuarenta horas o más de tu tiempo cada semana, te expones a no tener hogar, a la indigencia, al hambre. Se te fuerza a vivir tu valiosa y única vida en este marco en el que la mayor parte de ésta es vendida a los intereses de otra persona». En este destello está descrito cierto progresismo posmoderno, tan alejado de la lucha por la justicia que es asocial e individualista extremo.

Hay en Hester un aroma a izquierdismo de Malasaña que tenemos muy visto. Profesora asociada de la asignatura Medios de Comunicación en la West London University (una universidad pública), debe de pensar que su sueldo se paga en billetes que imprimen unos gnomos en el subsuelo o tal vez crea en algún otro maná capaz de mantenerla a ella y a todos, suponiendo que esto último le importe. Su coherencia es tan poca que en un artículo que titula Care under Capitalism: The Crisis of ‘Women’s’ Work se duele de que la robotización vaya a acabar con millones de trabajos («casi la mitad de los empleos actuales en Estados Unidos corren el riesgo de ser automatizados […] si estas transformaciones llegan a producirse, no solo afectarán profundamente a la vida de los trabajadores, sino que tendrán un impacto negativo en el crecimiento de estos países»), una circunstancia que, de darse, debería aplaudir como el fin de la esclavitud en muchos rincones del mundo.

Hester no es sólo una académica británica cualquiera que dice barbaridades: es parte de un peligroso revival marxista que tiene varios frentes. No cuesta nada entender lo bueno que hubo en el marxismo, pues luchó contra la terrible explotación en las fábricas —esta sí— durante la Revolución Industrial, propició que los trabajadores tuviesen sus mecanismo de reunión y defensa, promovió la existencia de instituciones de seguridad social, etcétera. Pero la idea final (el Parnaso marxista) era profundamente antiantropológica, como lo es la de Hester: que el trabajo es en sí es explotación, y que el estadio natural y mejor del ser humano es el ocio. Como ocurre con todos los disparates, sólo se ha podido avanzar por esa senda mediante la violencia; ninguna idea —salvo, quizás, el nacionalismo— ha matado tanto. En el ignominioso campo de trabajo de Solovkí había carteles colgados en los que podía leerse: «Con puño de hierro conduciremos a la humanidad hacia la felicidad».

A mi juicio, la versión más avanzada de la moral se llama honor ético, y tiene su definición más justa en el DRAE: «Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto al prójimo y uno mismo». En la apretada fórmula caben mi individualidad y mi prójimo, y de ambos quien desarrolla una moral avanzada se ocupa. Quien no tiene honor es lo que los griegos llamaban un idiotés (una, en este caso), alguien que se niega a contribuir a la polis, alguien a quien, a menudo escudado en estupendos «valores», no le importa nadie. Eso es lo que trasluce lo de que trabajar sea verse forzado a plegarse a los intereses de otro, como Hester sugiere.

Cualquiera que haya estado en paro sabe que la pérdida de ingresos no es a veces el principal escalofrío que nos recorre la espina dorsal, sino la sensación de incapacidad, la pérdida de vínculos sociales y el impacto sobre la autoestima para quien entiende que ha dejado de contribuir a lo común. No es que seamos, fundamentalmente, víctimas de una coacción social —capitalista, por descontado— que nos lleva a dedicarnos a los demás y por eso suframos al perder nuestro trabajo; es que está en nuestra esencia procurar el bien ajeno, y el trabajo y las empresas o instituciones son uno de los mejores modos que para hacerlo hemos inventado. Claro que hay condiciones de trabajo indignas, con las que hay que acabar cuanto antes; pero el trabajo, de suyo, es una oportunidad para contribuir a hacer nuestra parte de lo común, una oportunidad que en el fondo necesitamos. Trabajar también nos provee desafíos, oportunidades para compartir el pan con los demás («compañero» es voz que proviene del latín cum panis) y puede ser en definitiva una fuente de autorrespeto.

¿A quiénes podría interesar que mucha gente pensase, como Hester, que nuestra «valiosa y única vida» ha de llevarnos a vivir del cuento, esto es, a que ese valor que aportemos haya de ser siempre gratuito, voluntario y en definitiva caprichoso? A quienes andan inventando derechos sin tasa, sea desde el consumo o desde la política; a quienes no quieren ciudadanos, sino súbditos. Resulte o no atractivo de oír, la primera cuerda que nos ata a nuestro conciudadano es el cuidado con que lo atendemos trabajando, la seriedad y entrega con que cumplimos nuestro cometido. El campo de actividad política más inmediato y poderoso a nuestro alcance no es el voto, sino nuestra profesión, desempeñada por cuenta propia o ajena; de la bondad de nuestro trabajo depende la de nuestra polis.

En el mundo, en 2024, hay esclavos; y además muchos. Hay niños trabajando, y en condiciones infames. En la India hay mujeres que se hacen histerectomías para que los dolores menstruales no les impidan trabajar en las plantaciones de caña de azúcar. Luego está la prostitución, que sin ser trabajo esclaviza a millones, sobre todo a mujeres. Etcétera. En vez de lanzar globos sonda que revitalicen a Paul Lafargue (El derecho a la pereza), ¿qué tal si recordamos que no hemos venido a este mundo a ser felices, sino a merecerlo?

No cabe un adolescente más en el planeta. La adolescencia, por supuesto, es un lujo del primer mundo; en las partes menos amables de este se pasa de la niñez a la edad adulta de golpe y porrazo. Pero más adolescentes que sobrepasen la treintena no podemos permitirnos. Necesitamos despabilar; que la inmensa mayoría de los adultos abandonen el principio del placer y abracen el principio de realidad (Freud); que transiten del estadio estético al ético (Kierkegaard). Es difícil convivir con quienes sólo contemplan derechos, pero deberes ninguno. No se es libre sencillamente por no ser «forzado» (libertad negativa), sino también en tanto en cuanto se es capaz de asumir ciertas responsabilidades (libertad positiva). Vienen tiempos rudos que demandan un cargamento adicional de adultos maduros.

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