Los atentados del 11 de marzo de 2004 son un acontecimiento trascendental en la historia de la España contemporánea. Casi nada de lo que pasó en los veinte años siguientes se entiende sin el trauma social, moral y político que provocaron esas bombas. Por así decirlo, el 11M hizo que el país descarrilara; literalmente salió de un rumbo para tomar otro. Fuerzas entonces ya vigentes, pero contenidas, se dispararon sin oposición. Otras que apenas habían empezado a hacer camino quedaron frenadas en seco. Incluso aparecieron fuerzas nuevas, como la demencial deriva hispanicida del partido socialista. Los atentados del 11-M obraron todo eso no sólo por la bestialidad del hecho criminal, sino por el contexto en el que se produjeron. Y para entender su enorme relevancia histórica es preciso empezar justamente por ahí: por el contexto.
El mundo en 2004
A la altura del año 2004, España era una potencia menor, pero era potencia, al fin y al cabo. La posición española había quedado fijada desde los tiempos del socialista González en cuatro ejes muy concretos: subordinación de la economía nacional a la comunidad europea, subordinación de la política de defensa a la Alianza Atlántica, proyección hacia Iberoamérica y mantenimiento de un statu quo lo menos conflictivo posible con Marruecos. Aznar no cambió sustancialmente la orientación, al revés: la subordinación a Bruselas culminó con la entrada en la moneda única europea, el euro, que ponía nuestra política monetaria en manos de las instituciones comunitarias, y la subordinación a la OTAN se completó con la entrada en la estructura militar de la organización; del mismo modo, la política iberoamericana se intensificó a través de las «cumbres» de jefes de Estado y de Gobierno, actos protocolarios acompañados de una decidida penetración comercial española al otro lado del mar.
Algunas cosas importantes, sin embargo, estaban cambiando en otros órdenes. La posición de Marruecos, por ejemplo, se había venido haciendo cada vez más espinosa, con continuas presiones para que España reconociera la soberanía marroquí sobre el viejo Sáhara español y reconsiderara el estatuto de las ciudades de Ceuta y Melilla, cosas inaceptables para España. A la altura de 2001, la tensión entre España y Marruecos había llegado al punto de retirar embajadores. Entonces el PSOE hizo algo sorprendente: su líder, Rodríguez Zapatero, viajó a visitar al rey de Marruecos sin autorización del Gobierno español; la prensa marroquí presentó a Zapatero como «el próximo presidente del Gobierno de España».
Al mismo tiempo, la Unión Europea emprendía un camino de creciente unificación bajo el liderazgo francoalemán que dejaba en segundo lugar a países como España o Italia. Aznar buscó una alternativa: acercarse a los Estados Unidos de consuno con países recién incorporados a la Unión Europea como Polonia. El Tratado de Niza (2001) fue una victoria para España. Resuelto a marcar territorio propio, Aznar inició un estrecho acercamiento a los Estados Unidos, presididos en aquel momento por George W. Bush. Frente al eje francoalemán, España —con Polonia y, por supuesto, el Reino Unido— se configuraba como el aliado clave de Washington en el espacio europeo.
Lo de Marruecos no era sólo provocación palaciega. En julio de 2002, y después de meses de alta tensión diplomática, gendarmes marroquíes ocupaban Perejil, un minúsculo islote español frente a la costa africana cuya soberanía reivindicaba Rabat. Nada hay en Perejil, nadie vive allí y la importancia estratégica del lugar es mínima, pero en aquel momento, y en aquellas circunstancias, el gesto tenía un altísimo simbolismo político. España reaccionó con prudencia: ante la invasión de Perejil, no fue España, sino la Unión Europea la que pidió a Marruecos que abandonara el lugar. Marruecos se negó y sólo entonces intervinieron unidades militares españolas que desalojaron a los marroquíes —sin bajas— y la situación volvió al punto de partida. Pero ya estaba claro que Marruecos iba a hacer cuanto estuviera en su mano para hostilizar al Gobierno de España.
También estaba claro que la oposición iba a jugar todo lo fuerte que pudiera contra el Gobierno. Cualquier cosa era susceptible de convertirse en arma contra Aznar. En noviembre de 2002 naufragaba a 52 kilómetros de las costas gallegas el petrolero griego Prestige. El vertido de petróleo llegó a la costa de Finisterre causando un serio daño ecológico. Un hábil aprovechamiento propagandístico del suceso, con abundancia de plataformas civiles y protestas populares, consiguió que el Gobierno apareciera como responsable principal del naufragio, y de poco sirvió la ingente cantidad de dinero movilizada por el Ejecutivo para indemnizar a los afectados. La poca empatía del Gobierno tampoco ayudó a calmar las cosas. El movimiento del Nunca mais («nunca más» en gallego) demostró que el PP de Aznar, pese a su mayoría absoluta y las buenas cifras de su gestión, era muy vulnerable.
Lo que más claramente manifestó la vulnerabilidad de Aznar en términos de movilización popular fue la gran polémica nacional por la guerra de Irak, que iba a estallar muy poco después, en marzo de 2003. Los Estados Unidos habían sufrido el 11 de septiembre de 2001 una brutal cadena de atentados que, entre otras cosas, supuso el desplome de las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York. Los atentados los perpetró la red yihadista Al Qaeda. Bajo el impacto del suceso, Washington proclamó la guerra total contra el terrorismo islámico, lo cual sirvió como argumento para multiplicar la presencia militar norteamericana en Oriente Próximo. El momento clave fue la ofensiva contra el Irak de Sadam Hussein, un régimen que ya había sido severamente castigado por Washington y que ahora se veía acusado de fabricar armas químicas. El presidente norteamericano Bush reunió en las Azores, en Portugal, a sus principales aliados europeos: el Reino Unido de Tony Blair y la España de Aznar. Ambos respaldaron la guerra contra Irak, bajo la convicción de que Sadam Hussein estaba fabricando armas químicas.
Consensos rotos
Desde el punto de vista del Gobierno Aznar, el episodio era una excelente oportunidad para consolidarse como aliado preferencial de los Estados Unidos en Europa y constituir un polo de poder alternativo a Francia y Alemania. En el plano social, por el contrario, nadie veía la necesidad, ni siquiera la conveniencia de avalar aquella guerra. Hubo manifestaciones. La izquierda aprovechó la circunstancia para organizar un movimiento, «No a la guerra«, que capitalizó el descontento con notable éxito. España no iba a mandar tropas al frente (de hecho, las únicas unidades militares españolas que pisaron Irak lo hicieron ya concluidos los combates), pero eso era lo de menos. Aún fue todo peor cuando, pasados los meses, se constató que las armas químicas en cuestión no aparecían por ninguna parte. EEUU había engañado a sus aliados (o, tal vez, éstos se habían dejado engañar).
El episodio mermó seriamente la imagen de solvencia que, hasta el momento, el Gobierno Aznar había sabido transmitir. En el otro lado, la izquierda intentaba aprovechar la ola. En octubre de 2003, en el desfile de la fiesta nacional, el socialista Zapatero se convirtió en protagonista al permanecer sentado al paso de la bandera norteamericana; era un calculado gesto de desprecio que encerraba en sí mismo todo un programa. Si el consenso en política internacional ya estaba roto por la guerra, ahora se hacía irrecuperable. No iba a ser el único consenso roto.
En noviembre de 2003 se celebraban elecciones autonómicas en Cataluña. El gran tema: la redacción de un nuevo estatuto que ampliara aún más el autogobierno catalán. Los socialistas estaban en ese proyecto. Durante la campaña electoral, Zapatero se comprometió a aceptar el estatuto que aprobara el parlamento de Cataluña. La idea del socialismo catalán, en aquel momento, era caminar hacia una suerte de «federalismo asimétrico» que reorganizara España sobre la base de una federación de regiones donde algunas tuvieran mayor grado de autogobierno que otras. ¿Qué regiones deberían verse beneficiadas? Ante todo, el País Vasco y Cataluña. En el País Vasco, en aquel mismo momento, el presidente autonómico, el nacionalista Ibarretxe, presentaba un plan que iba aún más allá: reorganizar España como una confederación donde el País Vasco obtendría un estatuto semejante al de estado libre asociado. Las elecciones catalanas las ganaron los nacionalistas de Jordi Pujol, ahora liderados por Artur Mas, pero no obtuvieron suficiente mayoría; quienes formaron gobierno fueron los socialistas de Pascual Maragall con Esquerra Republicana y los comunistas, no menos nacionalistas que los anteriores.
El 11M
El escenario de la vida pública viraba ya claramente hacia un paisaje de abierta ruptura. En un lado, el Partido Popular de Aznar, el cual, por cierto, había anunciado que no volvería a presentarse y dejaba ahora el liderazgo en manos de un hombre de poco relieve, Mariano Rajoy; en otro lado, el PSOE de Zapatero, que ya no era el reformador moderado que había dicho ser, sino un izquierdista radical, y con él, los diversos nacionalismos regionales, cada vez más abiertamente lanzados a un proceso de disgregación del Estado. Había elecciones generales el 14 de marzo de 2004. «Juntos vamos a más», decía el eslogan del PP. «Merecemos una España mejor», rezaba el del PSOE. Pocos días antes de las elecciones, las encuestas auguraban una mayoría absoluta del PP, pero muy ajustada. Y entonces llegó la catástrofe más brutal que cupiera imaginar.
El 11 de marzo de 2004, varias bombas estallaron en diversos trenes de cercanías en Madrid. Fue el mayor atentado de la historia de España. Muertos: 191. Heridos: 1.858. Traumatizados y víctimas colaterales: sin determinar. Estas son aún hoy todas las certidumbres que tiene la sociedad española sobre aquellos atentados que cambiaron la vida del país. La versión oficial dirá que, aquel día, un grupo de terroristas islámicos se organizó para perpetrar diez explosiones casi simultáneas en cuatro trenes en la capital de España, en venganza por la posición del gobierno español en la guerra de Irak. Los explosivos habrían sido facilitados por una trama de tráfico ilícito desde la explotación asturiana de Mina Conchita. La matanza fue reivindicada por un grupo islamista mediante un vídeo. Días después, los supuestos autores del atentado eran localizados por la Policía en la ciudad madrileña de Leganés. Al verse atrapados, los terroristas se volaron con explosivos adheridos a sus cuerpos. Eso fue lo que se contó.
La sociedad española quedó conmocionada. El Gobierno, torpe y aturdido, responsabilizó inicialmente del atentado a ETA. Era lo que todo el mundo —incluido Zapatero— pensaba. ¿Por qué? Porque pocos días antes se había neutralizado una furgoneta de ETA cargada de explosivos. Porque sólo ETA tenía estructura suficiente para organizar un atentado tan complejo. Sobre todo, porque ningún servicio de información del Estado había captado la menor pista que apuntara a otra cosa. Sin embargo, a las pocas horas aparecieron numerosos indicios que parecían indicar una autoría islamista. El PSOE se apresuró a explotar la oportunidad… contra el Gobierno. «Los españoles se merecen un Gobierno que no les mienta», fue la consigna. Las manifestaciones populares de repulsa por el atentado terminaron «reorientándose» a protestas contra el Partido Popular, culpándole implícitamente de las muertes. Las elecciones se celebraron el 14 de marzo bajo el terrible impacto de la tragedia. El PSOE obtuvo 164 diputados por 148 del PP. Zapatero ganó.
¿Qué pasó realmente el 11M? ¿Quién organizó los atentados? ¿Quién dio la orden? La única seguridad que dejó aquel episodio es que la versión oficial no es cierta o, al menos, que no encierra toda la verdad. La precisión y complejidad de los ataques requería un grado de organización muy elaborado. En su momento se apuntó al grupo islamista Al-Qaeda, pero el propio Tribunal Supremo terminó reconociendo que Al-Qaeda estaba exenta y en su lugar apuntó a un grupo yihadista autónomo. ¿Formado dónde y por quién? No hay respuesta. Los encausados como «autores intelectuales» fueron absueltos de ese cargo. Las mismas dudas aparecen cuando se repasan las conexiones entre los supuestos autores materiales de los atentados, asunto que nos mete en un verdadero laberinto sin solución, porque varios de ellos figuraban como confidentes de la Policía.
En el juicio por los atentados aparecieron preguntas a las que nadie supo dar respuesta. ¿Quién suministró a los terroristas el Titadine, un material que no estaba en la mina de donde supuestamente se extrajo el explosivo? ¿Quiénes montaron las bombas? ¿Por qué se empezó a desguazar los trenes tan solo 48 horas después de la masacre, excepto uno que quedó varado en un almacén secreto? ¿Por qué no se analizaron los restos de los focos de las explosiones? ¿Por qué se destruyeron los escenarios del crimen sin analizar la composición de las bombas? Particularmente llamativo es el capítulo de las pruebas. En Alcalá de Henares se requisó una furgoneta en la que los perros policía no detectaron explosivos, pero esa misma furgoneta, al llegar a las dependencias policiales de Canillas, contenía detonadores y Goma 2-ECO. En la comisaría de Vallecas se halló, como por azar, una mochila-bomba que contenía metralla y que se consignó como prueba, pero las mochilas que estallaron en los trenes no contenían metralla. Más misterios: ¿Por qué se impidió a la policía científica acceder a los cadáveres de los suicidas de Leganés hasta varios días después de su muerte? En suma: ¿Quién manipuló la investigación desde el principio? ¿Y por qué?
El descarrilamiento
Estas preguntas siguen vigentes. Pero si en el plano criminal permanecen las mayores dudas, en el plano político enseguida aparecieron poderosas certezas. Hay que retener bien la imagen: con el país en el suelo, derribado por un puñetazo salvaje del que, sin embargo, podría haberse repuesto, la izquierda y los separatistas corrieron de la mano a golpear no a los autores del crimen, sino al Estado que lo había padecido. Sin duda se le puede reprochar al Gobierno de Aznar su torpísima gestión de la tragedia, pero, al cabo, lo sustantivo fue lo otro: el acuerdo, tácito primero y explícito después, entre la izquierda y el separatismo para construir su propio proyecto de poder sobre la humareda de la matanza. Eso es lo que pasó después del 11M.
Zapatero tomó posesión el 17 de abril de 2004. Lo primero que hizo fue ordenar la retirada de las tropas españolas enviadas a Irak, creando un conflicto importante con los Estados Unidos. Lo segundo, el día 24, fue rendir visita al rey de Marruecos, Mohamed VI, para anunciar una nueva era de entendimiento y amistad con Rabat. Y por si no fueran suficientes giros, enseguida se abrió el sobre más secreto: Zapatero había intensificado los contactos con ETA para lograr un acuerdo que permitiera el fin de la violencia a cambio de concesiones políticas a la banda. Otros gobiernos, otras veces, habían abierto conversaciones con ETA, pero nunca nadie había aceptado tratar unas concesiones políticas que, invariablemente, afectaban a la unidad nacional. Por otra parte, en aquel momento ETA estaba al borde de la aniquilación por la acción policial; el proceso abierto por Zapatero significó un balón de oxígeno para la banda.
No fue lo único. De inmediato se abrió también la vía para que el nacionalismo catalán ganara ventajas políticas. Y al mismo tiempo se promulgaba una ley de «memoria histórica» que consagraba la revancha sobre la guerra civil y el franquismo. Todo, en realidad, empezó ahí. Muy pocos meses después de los atentados del 11M, el país comenzó a ponerse cabeza abajo. Fue Zapatero el que abrió las vías por las que hoy transita España. La victoria posterior del PP de Rajoy resultó extremadamente frustrante: puesto en la tesitura de salvar el sistema o salvar la nación, prefirió salvar el sistema, sólo para que este mismo empezara a agonizar pocos años más tarde. La España de hoy, en fin, es hija del 11M.
Veinte años después de los atentados, las preguntas acerca de quiénes fueron realmente los autores materiales y, aún más importante, quiénes los responsables «intelectuales» de los atentados siguen sin respuesta. Se han abierto mientras tanto otras preguntas nuevas que ya no conciernen a los atentados, sino a sus consecuencias: qué empujó a la izquierda española a abrir un proceso de abierta desconstrucción del sistema democrático, que empujó a la derecha a no reaccionar ante esa deriva, cómo fue posible que un Estado que parecía sólido terminara deshilachándose con tanta facilidad tan pocos años después… Aunque, en realidad, la pregunta decisiva no concierne al pasado, sino al futuro, a saber: si España será capaz de volver a encontrar un rumbo que no la conduzca a la aniquilación.